Abuelo ya está retirado. Dio toda la vuelta en el carrusel del Barrio 18 y se hartó. Fue un niño alucinado por los pantalones tumbados Dickies o Van Davis y los tenis Nike Cortez; fue un sicario en bicicleta, fue una voz de autoridad, fue un prisionero renombrado, apareció en los esquemas policiales como “líder” de la pandilla… y se hartó. Se cansó del desorden, de la falta de reglas, de que los nuevos patojos desprecien la clecha de los mayores, de que se entreguen con tanta devoción a su amor por el gatillo. O al menos eso dice él.
A Abuelo sus años en la pandilla le alcanzaron para cubrirse de tatuajes: la tinta se le subió por la panza, fue armándole tramas en el pecho y en los brazos, se le trepó por el cuello y al final terminó por comerle la punta de la nariz. También le dejaron una sentencia de 50 años en una cárcel de máxima seguridad y la suficiente reputación para que las autoridades no le crean una palabra. No le creen que sea un ladeado, no le creen que quiera colaborar y no le creen que su nueva voluntad de hablar no es un plan de la pandilla para confundirlos, para llenarles la cabeza con mentiras. Por si las moscas vive aislado de sus ex homeboys y de vez en cuando algún policía se aparece en la cárcel para escucharlo y decirle luego que no le cree nada.
Llega esposado de pies y manos al cuartito de entrevistas en la cárcel de Fraijanes I, donde viven varias generaciones de ruederos, de líderes del Barrio 18. Lo escolta un enjambre de custodios, de diez, al menos, con los rostros cubiertos y cuando le quitan las esposas hay algunos con los bastones en la mano. Pero Abuelo no intimida, aunque ponga Fuck the World en su frente, aunque en su cara la única piel con color de piel es la que dibuja un enorme 18 que le cruza el rostro entero, aunque sea un asesino. Tiene una sonrisa grande, grande y unos dientes disparejos, una cara redonda y una barriga. Parece un enorme niñote careto, pero en la frente pone Fuck the World y la cara se la cruza un 18 y está preso por homicidio.
Abuelo es un veterano de la pandilla, él vio nacer al Barrio en Guatemala, por eso puede contar su historia y por eso su palabra era pesada. Pero decir veterano en Guatemala es solo un decir. Abuelo tiene 30 años y jamás estuvo en Los Ángeles, desde luego no habla inglés y de la filosofía original de la Eighteen Street solo oyó hablar a algunos que llegaron deportados de Estados Unidos y que ya no están: o se escondieron, espantados por la locura del hijo que parieron, o se regresaron, o los mataron.
En el vecino El Salvador la mayoría de líderes del Barrio 18 y de la Mara Salvatrucha pasan los cuarenta y, a veces, hasta los cincuenta años. Los más célebres y probablemente los más respetados se brincaron en Los Ángeles y presumen de haber guerreado con decenas de pandillas enemigas, de haber sufrido los desprecios de los mexicanos y de los gringos, de haber vivido bajo las normas sureñas impuestas por la Mafia Mexicana. Algunos miembros de la MS-13 fueron stoners, auténticos fundadores de la MS-13. En Guatemala ningún líder pandillero pasa de los 30, y las generaciones de ranfleros cada vez son de menor edad. En las calles las pandillas reclutan niños cada vez más niños en los que la filosofía sureña habita deformada y raquítica, en los que el respeto a los mitos y a las tradiciones desapareció hace tiempo.
Probablemente gran parte de la explicación de estas diferencias tenga que ver con los años en los que migraron los salvadoreños y los guatemaltecos. Un estudio de la Universidad Centroamericana (UCA) y la Red Internacional de Migración y desarrollo, consigna que la mayor parte de salvadoreños que vivían en Estados Unidos entre 2005 y 2007 había entrado a ese país antes de 1990, mientras que los guatemaltecos llegaron principalmente después de 2000.
Según el U.S. Deparment of Homeland Security, entre 1970 y 1989, 166 mil 846 salvadoreños obtuvieron el status de residentes en los Estados Unidos, lo que implica que estos debieron haber cumplido un largo proceso de arraigo. En ese mismo período, solo 82 mil 684 guatemaltecos obtuvieron el mismo status. Menos de la mitad si solo consideramos los números brutos, pero el significado de los mismos se amplía al tomar en cuenta que la población chapina de aquella época casi duplicaba a la de El Salvador.
En resumen, los guatemaltecos emigraron más tarde y emigraron menos a Estados Unidos que los salvadoreños.
Las pandillas guatemaltecas fueron siempre menos angelinas que las de El Salvador y más aún después de 2005, cuando refundaron su filosofía y mandaron al carajo la clecha sureña, los modales californianos: la Mara porque fue aquella filosofía tonta la que los obligó a convivir con sus enemigos durante años; y la 18 porque fue justo aquella clecha maldita la que los dejó a merced de la traición de la MS-13. Para no olvidarlo nunca, Abuelo se hizo tatuar en el brazo aquella fecha, 15/08/2005.
En la época en la que Abuelo conoció por primera vez a pandilleros deportados de Estados Unidos, era un niño de 11 años de las barriadas urbanas en la zona seis en Ciudad de Guatemala; era miembro de los King Master Techno, su apodo callejero era Rebel Boy, “el chico rebelde”, y lo que más le gustaba era bailar.
─En 1993 vinieron tres locos de allá de Los Ángeles, va. Entonces, nosotros teníamos un grupo, que nos dedicábamos a bailar.
─¿A bailar?
─Sí, sólo bailábamos y, ponele, nos manteníamos afuera de un instituto, y allí con chavas y todo. Ese era nuestro rollo. No había problemas de peleas, no había ni mucha droga.
─¿Y se dedicaban a bailar?
─Nos juntábamos solo para eso, va, para bailar. Nos hacíamos llamar los KMT, King Master Techno, tipo “Maestros del Baile”, va. Con el tiempo vinieron esos tres de Estados Unidos, y llegaron donde nosotros nos juntábamos. Vinieron deportados. Era uno que le decían Loco, otro que se llamaba Gerson, y no me acuerdo cómo se llamaba el otro. Tenían entre 18 y 20 años. Nos explicaron de la 18, de cómo era el pedo allá en Los Ángeles y todo, va. Y nos gustó.
─¿Recordás la primera vez que los viste?
─Sí, ponele que nosotros andábamos siempre tipo con una grabadora… Andábamos ensayando, tipo en los parques. Nos poníamos a ensayar el baile, y vinieron ellos y venían vestidos así, flojos, va y nos cayeron, que qué ondas, a qué nos dedicábamos. Nosotros les dijimos que éramos un grupo de baile, que éramos varios, de varias colonias. Entonces ellos vinieron y nos dijeron que si no nos interesaba ver qué pedo con la 18. Les preguntamos qué era eso y ya nos explicaron que era una calle allá en Los Ángeles, la cual peleaba con otras pandillas y que ellos querían expandirla por varios lados, que no había problema, va, de que el problema allá era con otras pandillas; incluso aquí no existía la Mara Salvatrucha. Ponele, sólo había en varias zonas pandillas de baile, va. Porque, incluso, en las fiestas nos topábamos con gentes de otras zonas y…
─¿Peleaban?
─No. En pleno baile, se hacía una rueda y se metía uno a bailar, se salía el de nosotros y se metía el de ellos, a ver quién bailaba mejor, vaya. No había problemas, no había gente armada. Como te digo, no había mucha droga, era sano todo. Allí nos dijo que nos tenía que bautizar, que teníamos que brincar al Barrio. Le preguntamos que cómo era eso, va. Y nos dijo que era que nos tenían que poner a tres vatos y vos solo, y entre los tres te tenían que pegar; vos te podías defender, para ver qué tan cabrón eras. Y dijimos que está bien, va, nos brincamos.
─¿Cómo alguien te convence de meterte en un grupo en el que necesitan que tres tipos te agarren a patadas para dejarte entrar?
─Ponele, como éramos patojos… quiera que no, ¿cómo te dijera?, iba andar mencionada tu pandilla, no sólo por aquí, sino que por Los Ángeles. Vos sabés que todos sueñan con eso. Quién quita viene gente de allá o lo llevan a uno para allá.
─¿Tenías familia allá, en Estados Unidos?
─Mis hermanos y mi papá.
─¿Todos los KMT se brincaron?
─Sí.
─¿Cuántos eran?
─Unos 50.
Los bailarines del barrio Quintanal en la zona seis de Guatemala se convirtieron en la clica Hollywood Gangsters del Barrio 18. Según las autoridades, y varios pandilleros y ex pandilleros, aquella fue la primera vez que un grupo de muchachos se llamaba a sí mismo “clica” en Guatemala y que se entendían como miembros de una pandilla sureña.
***
El miércoles 4 de febrero de 1976 Guatemala amaneció terremoteada. Una sacudida de 7.5 grados en la escala de Richter desparramó la capital chapina a las tres de la madrugada y dejó al país entero hecho un estropicio que tardó más de una década en ser reparado. Entre 23 y 25 mil guatemaltecos murieron sepultados bajo los escombros. A más de un millón de personas se les cayó la casa.
Como suele pasar cuando ocurre una desgracia -ora un terremoto, ora un dictador, ora una tormenta tropical-, el meneo dejó desnudos a los que tenían poco. Aunque el terremoto devastó la capital, también afectó los departamentos de Chiquimula, Chimaltenango, El Petén, Izabal y Zacatepéquez. En dos meses a la Ciudad de Guatemala le habían nacido, en la periferia, al lado de los basureros, en las paredes de los barrancos, en los lados de las quebradas, 126 asentamientos precarios. 126 tugurios, champeríos, villas miseria…
El terremoto del 76 destruyó una Guatemala que peleaba una guerra civil desde 1960 y que no se detendría hasta 1996. La guerra siguió heredando su goteo permanente de refugiados que abandonaban el interior rural chapín buscando sobrevivir en la capital. Cuando finalizaba la década de los ochenta, todos los esfuerzos de seguridad estaban dedicados a perseguir a los revolucionarios que se atrincheraban en las montañas de la Guatemala profunda, y en sus tropelías el ejército barrió a decenas de miles de indígenas que –otra vez- eran despojados de sus tierras.
En la Guatemala de aquellos días no había espacio para voltear a ver a los hijos de aquellos refugiados que se apiñaban en los lugares invisibles de la capital, ni a los hijos de esos hijos…
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En 1985 a Guatemala la gobernaba el general Óscar Humberto Mejía Víctores, que se había hecho con la presidencia luego de darle golpe de estado a otro general que a su vez le había dado golpe de estado a otro general que había cometido fraude en las elecciones.
A finales de agosto de aquel año el general Mejía Víctores tuvo una mala idea. O al menos una idea de la que tuvo que arrepentirse: subirle el precio al pasaje de autobús de 0.10 a 0.15 centavos de quetzal. En una época efervescente, las calles prendieron fuego de inmediato, los universitarios agitaron el país, los sindicatos de trabajadores apoyaron el movimiento convocando a huelga general y se sumaron también los chicos de los institutos públicos y con ellos las maras primigenias de los 80’s.
Mientras los cuerpos de seguridad estaban ocupados en otros asuntos, en la Ciudad de Guatemala se formaban pandillas que peleaban entre sí, que cometían delitos, que defendían su propio territorio y que en su mayoría se llamaban a sí mismas “mara”: la Mara Five, que operaba en la Zona 5; la Mara 33, que manejaba gran parte de la Zona 6; La mara de la Plaza Vivar, en la Zona 1; la Mara X, que operaba en las colonias de El Milagro y la Carolingia, del municipio de Mixco que colinda con la capital; la Unión de Vagos Asociados –los UVA- que controlaban los alrededores del parque Mixco; Los Monjes de Belén, en la colonia Belén de Mixco…
Eran organizaciones formadas por adolescentes y algunas de ellas, como la 33, consiguieron reunir a varios cientos. No eran necesariamente organizaciones criminales, o al menos no habían sido conformadas con ese propósito, apenas tenían estructura interna y entre ellas no era común el uso de armas de fuego. Algunos de los muchachos relacionados con estas pandillas estudiaban en los institutos públicos más cercanos a lo que consideraban “su” territorio: por ejemplo, la gente de la Plaza Vivar estaba en gran número en el Instituto Central para Varones y en el Rafael Aqueche; los de la 33 en el Enrique Gómez Carrío y los de la Five en el Instituto José Matos Pacheco.
La reacción violenta del ejército al movimiento de protesta generó una respuesta a tono, y enseguida lo que comenzó siendo una muestra de descontento ciudadano terminó pareciéndose a disturbios vandálicos.
Gustavo era un adolescente que desde muy niño se había buscado la vida solo. Escapó de su casa en el interior del país y callejeó durante varios años por las arterias de la capital. Fue parte de la Mara de la Plaza Vivar y estudiaba en el Instituto Central en aquella época. Él lo recuerda así: “Llegaba la gente de la universidad a dar sus discursos de que tenemos que pelear, discurso revolucionario. Entonces asumimos el rol de ¡simón! Salgamos a las calles y vamos a demostrar… y esa onda deja de ser una protesta y se convierte en vandalismo, empiezan a saquear negocios, uno paraba el bus y les quitaba la cuenta y bajaba la gente y desviaba el bus para donde uno quería, y se vuelve Guatemala un caos, y la gente del interior empieza a mandar comida para que uno comiera en el instituto. Como yo había estado en la calle, para mi eso era alegre. Estaba en séptimo grado. Estuve viviendo en el instituto como tres meses, pero los estudiantes pues tienen familia, papás, y la familia los empieza a regresar a la casa y no aguantan tanto el movimiento de resistencia y empieza a perder peso el movimiento. Entonces jalé a los chavos de la Plaza Vivar y sustituyen a los estudiantes y los chavos de la Plaza se van a dormir, a comer y a protestar con el instituto, jajajajajajajajajaja…. Empieza a crecer la bronca”.
25 autobuses fueron quemados por intentar cobrar la nueva tarifa, hubo jornadas de saqueo de negocios, el tres de septiembre los estudiantes marcharon hacia el palacio presidencial y en respuesta el general Mejía Víctores les mandó a 500 soldados que se tomaron la universidad ayudados por un tanque de batalla. El ministro de educación decidió dar por terminado el año escolar. El diploma de estudios de Gustavo dice que en 1985 “ganó por decreto”, su séptimo grado. Finalmente el gobierno tuvo que ceder y desistir de su intento de subir el pasaje de autobús.
“Cuando todos ganamos por decreto el año la mara mantenía el discurso de que iba a estudiar, pero se iba a los billares, a las maquinitas, seguían sus jornadas de estudios pero estudios de vagos. Los de la Five se juntaban en la 21, que es un hoyo. Entonces se unían y los de la Plaza iban a un toque, a la discoteca Music Power que era famosa, también la 3,2 1… que eran disco móviles y uno se iba a las fiestas a bailar y a conectarse chavas. De ahí empiezan a surgir discotecas famosas que ya eran locales como La Montaña Púrpura, donde solo llegaban chavos de la Plaza Vivar. Había otra que se llamaba la Frankenstein, donde llegaban gente de la 33; el Tivoli, donde llegaban chavos de la Zona 5. Ahí se iban haciendo sus grupos y se peleaban por distintas cosas”.
Cuando a los muchachos la fiesta se les alargaba más de la cuenta se quedaban a pasar la noche en la Zona 1, en el centro de la capital, en espera de que se reactivara el servicio de transporte público: tomando copas, coqueteando, peleando… Si necesitabas esperar a que amaneciera había una calle en la que encontrarías a todo mundo y que te garantizaba estar entretenido hasta la madrugada: se trataba de la calle 18.
Para Gustavo aquella costumbre cambió su vida: “Ahí se comenzaban a cohesionar todos estos grupos en un solo espacio, todos se conocían… alrededor de la 18 calle”.
En 1993 ya varios muchachos habían abandonado sus lealtades a las maras de las que provenían y ahora se sentían mucho más orgullosos y más grandes al considerarse parte de la extensa fauna variopinta de la 18 Calle. Ese año Gustavo cayó preso por un delito menor y ese fue el año en que –dentro del centro penal de Pavoncito- vio por primera vez a dos pandilleros angelinos. En realidad los vio por primera y por última vez.
“La primera vez que vi cholos fue en el 93, ya en una cárcel, en Pavoncito. Yo miro que caen dos locos que eran uno de Harpies y el otro loco creo que de Pacoima. Y los vatos hacían lenguajes con manos y nosotros estábamos sentados afuera de una iglesia, todos de la 18 Calle. Habíamos ido a oír un servicio de alcohólicos anónimos, porque ahí le daban cigarros a todos por oír esa paja. En ese tiempo éramos chavos. Entonces estábamos sentados todos cuando sale uno de ellos con playera blanca y zapatos blancos diciendo ¿where are you from, ese?, y un chavo que había estado en Los Ángeles nos dijo que preguntaban que de dónde éramos y le dijimos que de la 18 Calle y nos dijeron que Fuck you su puto Barrio y el otro nos dijo que había dicho que nuestro barrio era una mierda y los muchachos se levantaron ¿ah, eso dijo?`, ¡pero si no nos conoce!, ¿cómo así que nos va a maltratar?` Y los agarraron como cincuenta muchachos y los picaron y los mataron”.
A principios de los 90 comenzaron a llegar a Guatemala, en mucha menor proporción que a El Salvador, jóvenes pandilleros deportados de la ciudad californiana de Los Ángeles, particularmente de aquellas pandillas que recién habían comenzado a permitir el ingreso de miembros que no tenían ascendencia mexicana, como las veteranas Harpies, White Fence, o Pacoima, pero principalmente de una pandilla fundada a finales de los 50, caracterizada por su apertura a centroamericanos a partir de la década de los 80: la Eighteen Street, el Barrio 18. Un poco más tarde aparecieron también, perdidos en una Ciudad de Guatemala que apenas conocían, jóvenes que se habían integrado a una pandilla cuyos orígenes eran exclusivamente salvadoreños, pero que con el paso de los años sirvió de cobijo a los centroamericanos que veían en ella una forma de reivindicar su origen sin tener que disfrazarse de chicanos: la Mara Salvatrucha.
Los dos cholos que terminaron apuñalados en Pavoncito al parecer no tuvieron tiempo de tropicalizar sus costumbres angelinas, donde corre el sur al interior de los penales y donde una ofensa como la que ellos cometieron termina a lo sumo en una pelea a puños, debido a la prohibición de matarse entre pandillas latinas. Pero también confundieron otra cosa: la Calle 18 a la que creyeron insultar no tenía nada que ver con la Eighteen Street contra la que guerreaban en Los Ángeles. Era solo una desafortunada coincidencia de nombres.
No fueron los únicos en confundirse. En unos pocos años las cárceles albergaban ya a varias decenas de pandilleros del Barrio 18, que predominaban holgadamente en comparación con el resto de pandillas sureñas que habían quedado reducidas a un puñado mínimo, incluyendo a la MS-13 que aún no conseguía cobrar fuerza ni dentro de las cárceles, ni en las calles chapinas. Los cholos de Eighteen Street dieron por hecho que los chavos de la 18 Calle eran una extensión de su Barrio. Entre ellos, Gustavo.
“La MS en Guatemala no se oía y la 18 empieza a crecer y en el Preventivo de la Zona 18 se arma un sector, una celda grande de los chavos de la 18, pero que no tienen visitas, que no tienen dinero, que son más pobres. Y ahí convergen la 18 y la 18 y comienzan a hablar los cholos de filosofía, a tirar clecha sobre la hermandad, todos los principios que tiene la pandilla. Y nunca nadie se preocupó por preguntar si eras brincado y empezamos a correr el pedo de ellos. Era más atractivo en ese momento, se vestían como raperos y cuando entendés que tienen una filosofía, respetás un código, ya no repondés a intereses personales sino que comunes… Eso hace la diferencia”.
***
El 15 de mayo de 1998 la policía buscaba a un empresario secuestrado meses atrás, hasta que finalmente lo encontró cautivo al interior de un local que funcionaba como prostíbulo. Luego de liberar a la víctima, los agentes capturaron a la dueña de aquel burdel y tiempo después la condenaron a 40 años de prisión.
Aquella mujer tenía varios hijos a los que había criado sola. Luego de su arresto, cada uno tomó su camino y el menor quedó “recomendado” en la casa de una vecina. Era un muchacho de 13 años llamado José Daniel Galindo.
De un día para otro José Daniel se encontró siendo un niño solitario, depositado en la casa de una familia extraña, en uno de los barrios más bravos de la capital: la colonia Carolingia, en el municipio de Mixco, que hace las veces del hermano pobre y arrimado de Ciudad de Guatemala.
Así que José Daniel se fue a buscar a una esquina lo que había a mano y un año después del arresto de su madre cayó preso por primera vez en una correccional de menores.
15 años después, pocos recuerdan que alguna vez este muchacho –ahora de 27 años- se llama José Daniel y es muy difícil imaginárselo con el rostro sin tatuajes. Ahora tanto su pandilla como las autoridades lo conocen como Criminal y está recluido en la prisión de máxima seguridad Fraijanes I. Según los organigramas que presenta la policía guatemalteca, Criminal está en la cúpula del liderazgo pandilleril del Barrio 18, junto a otros como Lobo. En la calle se le considera un veterano; su reputación hace honor a su taca, a su placazo. Es parte de la generación guerrera con que la 18 aún intenta vengar la gran traición y quizá por eso su relato está desprovisto de épica, de una visión romántica sobre su pandilla. Criminal es joven y es duro.
En una pequeña oficina normalmente destinada para las citas con el psicólogo de la prisión, unos custodios encapuchados le retiran los grilletes y Criminal se sienta a hablar de su historia en la pandilla. A medida que pasan los minutos, en el cuarto no cabe nadie más: los guardias no quieren perderse el cuento de este hombre y se apretujan en los rincones del cuartito y se superponen en la puerta de entrada. Detrás de al menos una docena de agentes con el rostro cubierto alguno todavía intenta cabecear entre los hombros a ver si consigue ver o al menos escuchar a Criminal contando algo de lo que aún queda de José Daniel.
─Cuando mi mamá cayó presa y mis hermanos agarraron su lado yo me quedé con una señora que nos quería y ya, de allí, siempre para la esquina, donde estaban ellos; a conocer armas, pues. Ya en el 90 ya había homies, ya eso estaba echado. No muchos, pero ya se miraban.
─¿En el 90 ya se miraban clicas?
─Ya se miraban bastantes homies. Lo que sí no se miraban, en ese entonces, eran tatuajes en la cara. Era solo ropa tumbada, pues. Aparecieron muchos que venían de California. Sí existe aquello de que vinieron a implantar aquí el Barrio. Sí es algo cierto que hubo gente de Los Ángeles, que bajó aquí y venía con el propósito de levantar pandillas. No sólo el Barrio vino así, pues; vinieron muchos barrios sureños. Ya después aparecieron también los MS, ¿va?
─Entonces, tu clica, la Little Psychos Criminal, ¿nunca fue antes una organización de breikeros, de gente que bailaba breakdance?
─¡No, no! O sea que en mi punto éramos unos 22, y entre estos 22 había unos siete que habían sido breikeros y burgueses. O sea, un burgués piensa sólo en estar en el Nintendo, en la bicicleta de trucos, que patines, cosas así.
─¿Entonces, ustedes comenzaron directamente siendo un grupo de muchachos que se dedicaba a delinquir?
─Sí, por decirlo así. Nosotros empezamos con aquello de “agarrá la escopeta y andá a buscar un MS si querés sentarte aquí con nosotros; si no, quítate de aquí”, ¿va?
─¿Directamente comenzaron a ser pandilleros del Barrio 18?
─O sea que se comenzó a ir a aquello en todas las colonias, va. Bajaron homies de otro tipo, de California, ya aparecieron otros de aquí, de Guatemala, que para ese entonces, en el noventa y algo, ya la meneaban bastante. Ellos hablaron, pues, de que, por decirlo así: allá en la esquina se mantiene un grupo, preguntémosles que qué ondas, si van a ver qué onda con el Barrio. Entonces, fue aquello de que ¡man!, nosotros queremos ser dieciochos, va. Entonces, ya ellos mismos dijeron ‘bueno, entonces, busquen, escojan entre ustedes quién va a ser el ranflero de ustedes y de una vez pateénse, va’.
─En un principio, ¿era importante, en la vida normal de la clica el dinero?
─No, no. Nunca fue así, hasta ya con los años se pensó sólo en feria. Antes sólo se pensaba en ‘vamos a la cafetería’. Antes, habíamos muchos que trabajábamos maquileando; en muchos trabajos. Pero salía aquello de: “Somos 22, hay que poner 500 quetzales cada uno, para algo, un arma, cosas así”. Ya con el tiempo fue que ya unos no querían trabajar, ya “nel, ya, no, no tengo necesidad de otros”. Y se presentó la ocasión de necesitar feria y, entonces, pues, ya se hablaban entre el grupo. No era sólo porque aquel quería ir a robar o a extorsionar en la esquina solo porque él quería; ya si todos estábamos de acuerdo, pues, ‘ya no trabajemos, mejor agarremos el arma y… vamos a asaltar buses, vamos a robar a la esquina, vamos con el de la tienda a que nos dé todo.
─¿En qué año dices que ya el Barrio estaba creciendo en la calle?
─Ya 2000, 2001, puta, ya la Zona 1, Montserrat… en todas las paradas de buses se miraba aquello de que reventaba de cholos, pues. Tanto del Barrio como de los otros (MS-13).
***
Durante décadas, en el Ejército de Guatemala prevaleció la matonería y el connubio con el crimen organizado, cuando no la articulación y conducción de temibles bandas y escuadrones que traficaron, robaron y mataron al amparo del Estado. Luego del conflicto armado, estas estructuras se colaron en todas las instituciones del ramo de seguridad, especialmente en la Policía, y terminaron de consolidarse cuando en 2000 llegó a la presidencia Alfonso Portillo, actualmente preso en una cárcel guatemalteca acusado de corrupción y pendiente de una posible deportación a Estados Unidos para enfrentar cargos por conspiración para el lavado de dinero.
En el período siguiente, bajo el gobierno de Óscar Berger, Carlos Vielman llegó a ser ministro de Gobernación -del que dependen el viceministerio de Seguridad Pública y la policía- y Alejandro Giammattei fue nombrado director general del Sistema Penitenciario. Ambos fueron acusados de dirigir una estructura criminal dedicada a la ejecución de reos. Según la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) “esta estructura prosiguió con una actividad criminal continuada en delitos de asesinatos, tráfico de drogas, lavado de dinero, secuestros, extorsiones y robos de droga, entre otros”. Giammattei fue posteriormente encontrado inocente por un tribunal. El jefe de la policía de esa administración, Erwin Sperissen, también fue acusado por estar implicado en diversos casos de ejecuciones extrajudiciales desde 2004 hasta 2007 y el jefe de la División de Investigación Criminal (DINC), Víctor Soto Diéguez, fue acusado por manejar un escuadrón de exterminio; y por el mismo delito, su subdirector, Javier Figueroa, fue detenido en Austria, donde se ocultaba.
En el siguiente período, el del ex presidente Álvaro Colom –a quien su propio batallón presidencial le habían instalado micrófonos para espiarlo en su despacho- la viceministra de seguridad, Marlene Blanco, que había sido directora de la policía, fue detenida y acusada de comandar un grupo de “limpieza social”.
Esta década de profunda putrefacción institucional heredó una justificada y extendida desconfianza de los guatemaltecos en sus cuerpos de seguridad y la sospecha generalizada de que el cáncer sigue dentro.
Como durante mucho tiempo la política policial anti pandillas fue el exterminio, nadie se preocupó por hacerse preguntas sobre el origen y la naturaleza de estas organizaciones. Aquel período también dejó otros lastres: la imposibilidad de precisar cuántos de los cadáveres de pandilleros se debieron a la guerra que siguió a la ruptura del Sur y cuántos al accionar de los grupos para-estatales de limpieza social.
Para matar a alguien no es preciso conocerlo mucho y por lo tanto esos años heredaron también ignorancia, una profunda ignorancia sobre la MS-13 y el Barrio 18. Carlos Menocal, quien fue ministro de gobernación hasta enero de este año, lo explica así: “Cuando Colom asumió (2008) el gobierno creía que la Salvatrucha y la 18 eran como una sola pandilla, y no se entendía la expresión de clicas. Creían también que la 18 y la MS tenían a su gran capo y que a partir de ahí todos era soldados”.
Juan Pablo Ríos es jefe del grupo de tarea de delitos contra la vida y probablemente la persona dentro de la policía que más sabe de pandillas. Forma parte de una nueva generación de jóvenes funcionarios que consiguieron escalar rápidamente luego del largo período de oscurantismo al interior de los cuerpos de seguridad.
El equipo de Juan Pablo Ríos tiene bajo su responsabilidad ordenar las piezas de un rompecabezas incompleto. Coordina un equipo de trabajo subdividido en dos unidades especializadas, una en el Barrio 18 y otra en la Mara Salvatrucha. Normalmente tiene una reunión semanal con el presidente de la República, Otto Pérez Molina, junto con el ministro de gobernación, Mauricio López Bonilla.
Desde que asumió el cargo, en enero de este año, Juan Pablo y su equipo han ido desmitificando a los dos barrios, han aprendido a diferenciarlos, a comprender el efecto que la ruptura del Sur provocó en estas dos pandillas gemelas y peleadas a muerte: la Mara Salvatrucha conservó el sigilo y la sangre fría con la que tramó su traición durante años, en silencio, agazapada, calculadora y paciente. El Barrio 18 todavía lleva el puñal en la espalda y en el pecho la vergüenza de haber confiado, la ira del humillado y la actitud pendenciera del que espera su venganza. La nueva generación dieciochera es estridente y compite para ver quién se golpea el pecho más fuerte.
Ricardo Guzmán fue durante años el fiscal jefe de la sección de delitos contra la vida y su diagnóstico sobre la 18 coincide con el de Juan Pablo: “Los 18 han sido más desordenados, más sanguinarios en el sentido de ataques a ciudadanos. Una vez, para matar al piloto de un bus, mataron a todos los pasajeros; cuando la MS-13 va a matar, apunta bien a su objetivo. La Mara tiene negocios, ha sabido manejar mejor el dinero y sus miembros son más antiguos”.
Luego de 2005, dos clicas sobresalieron entre las demás de la pandilla 18, por ser más grandes, por ser más sanguinarias, por acumular más dinero, la Little Psychos Criminals y la Solo Raperos impusieron su voz y su temperamento. La personalidad del Barrio 18 en Guatemala está escrita con la caligrafía de estas dos células y la dureza de sus líderes: Criminal y Lobo. Ninguno de los dos intenta esconder la violencia desbocada de los suyos.
Aldo Dupié, Lobo, gesticula con ira con la sola mención de la Mara Salvatrucha. En su presencia es preciso pronunciar a sus enemigos solo como “las letras”, o “los otros”. Tiene sobre sus hombros varias sentencias por asesinato y a los 28 años ha conseguido convertirse en la máxima referencia de autoridad de su pandilla desde su celda en la cárcel de máxima seguridad Fraijanes I. “Ellos tuvieron su oportunidad de exterminarnos y no pudieron”, admite con resignación, refiriéndose a “los otros”, pero enseguida se yergue: “¡Aquí estamos todavía echándoles guerra a ellos”.
“Si nos dieran un ingreso ¿creés que yo extorsionaría? Pero si los homies están sin nada que hacer ¿qué tienen? Un teléfono… y ya sé cómo hacer para que me den la paga. Si tuviéramos trabajo iría bajando la cantidad de rentas, de asesinatos de pilotos (choferes de autobús), porque hubo un tiempo en el que lastimosamente… hasta que comprendimos que el chofer no tiene nada que ver, que el que tiene que ver es el socio (de la línea de buses), porque el chofer… si se muere uno sientan a otro en la burra (bus) y se acabó”.
Criminal es incluso más explícito.
─Siempre quisimos demostrar que el Barrio 18 chingaba en todo. Porque nosotros pensábamos reventarla con la PNC, cosa que los MS nunca lo piensan. Nosotros somos del plan de que pela la verga… a lo que venga. Antes solo con el hecho de que nos sacaran a un homie para otro penal… ̀mirá, andá a buscar a un par de guardias y matalos y vamos a mandar el mensaje de que fue por el homie que se llevaron”.
─La otra pandilla, del 2005 para acá, lo manejó de otra manera, ¿verdad?
─Sí.
─Ellos no hicieron tanto ruido.
─Así es. O sea, que ellos lo que tuvieron de manejarse en otra manera fue cuando nosotros empezamos los problemas con las autoridades. Te lo voy a poner así: varios lo vimos del punto de vista en que dijimos “queremos que todos digan ʻestos, los de la 18, le andan reventando a los de la PNC, al sistema, a los del Ministerio Públicoʼ. Se llegó al extremo de disparar a los juzgados también. Pero ellos vieron todo esto y dijeron “dejemos que estos se metan más en problemas, mientras que nosotros agarremos más las reglas”. Esto fue lo que ellos hicieron.
─Algunas personas con las que hablamos nos dicen que la MS ha comenzado a generar más recursos, más ingreso, haciendo menos ruido y haciéndose una pandilla más llena de plata.
─Han tratado de andar haciendo eso, por medios de entrada legal, sí ha sido así. Por decírtelo así, te voy a poner un ejemplo: si entre todos agarramos 100 mil baras, para drogarnos, “droguémonos todos hoy, muchá, porque estamos alegres, hoy es 18 de mes”, ¿va? Pues mientras, ellos vienen y nel, con esas 100 mil baras.... Y nosotros “disfrutemos, de todas maneras, si se acaba, vamos a ir a ametrallar allá y nos van a dar unos… va”.
La estridencia del Barrio 18 consiguió hacerlos más visibles, más detectables. Según Juan Pablo Ríos, aunque la clica SR (Solo Raperos) sigue activa en la calle, el 90% de sus miembros están capturados y de esos más de la mitad condenados. La mayoría de sus miembros operativos son niños de entre 10 y 14 años. La policía cree conocer a todas las clicas activas del Barrio 18 y tener claramente identificados a sus líderes. El mismo Lobo reconoce que su barrio actualmente “está fregado”.
La Mara Salvatrucha es un enigma para las autoridades. Han conseguido moverse en la sombra. Uno de los investigadores especializados en esta pandilla reconoce que existen clicas que aún se mueven como bultos debajo de una sábana: es posible saber que están ahí, pero no qué forma tienen. En doce de esas clicas no conocen ni el nombre de un solo miembro.
Dos hechos dan razones a la policía para sospechar que debajo de la sábana hay una organización más compleja y sofisticada: Cuando en 2010 las autoridades decidieron trasladar a Diabólico hacia el penal de máxima seguridad, la pandilla ordenó el descuartizamiento de cuatro víctimas al azar, cuyos restos fueron depositados frente a la fachada de varias instituciones de gobierno incluyendo el Ministerio Público. En ese mismo contexto, la Mara ordenó el asesinato de choferes de autobús. En una jornada de matanza, un escuadrón utilizó ocho vehículos diferentes para evitar ser rastreados, incluyendo un BMW. Hace unos meses, la policía capturó a un miembro de la MS-13 que regentaba varios negocios lícitos, entre los que se encontraba una purificadora de agua, una empresa de servicio de televisión por cable y una importadora de vehículos. Sin embargo, no les ha sido posible establecer cómo participaba la pandilla de esos recursos, ni qué papel jugaba para la estructura este sujeto.
***
Abuelo insiste en que se hartó de todo, que ya nada es lo mismo, que sus homies se volvieron ambiciosos y que les importa poco entender a la pandilla, que la ven como un trampolín para tener dinero y poder.
-¿Por qué cambió la pandilla después de 2005?
-De 2005 en adelante todos empezamos a extorsionar para armarnos y hacerle una guerra a los batos que… Porque aquí adentro que lleguemos a ellos está muy difícil. Entonces, la intención era hacerlos verga en las calles, ¿me entendés? Matarles a todos sus soldados. Ponele, ahora yo comencé a escuchar que están comprando vehículos legales, están poniendo negocios legales, ¿va? Porque como se les está acabando... Todo eso se acaba.
-¿Qué se acaba?
-La extorsión se tiene que acabar algún día. No siempre se va a poder extorsionar. Algún día la van a bloquear y ¿de qué te vas a quedar?
-¿Crees que el responsable de esa clecha agresiva del Barrio es Lobo?
-El poder hace muchas cosas. Hay mucha gente que se quiere apoderar del Barrio. Lobo vino, estuvo con nosotros, ¿vea? Él era mi camarada, por decirlo así. Siempre anduvimos juntos en varios penales, viendo qué pedo. Y hubo un tiempo en que la clica de él se vino abajo, pero después se levantó. Empezaron a salir patojos y matones, y empezaron a hacer un gran desvergue. Y él agarró poder, por su gente. Vos sabés que el que más gente tiene, más poder tiene. El Lobo, cómo te dijera yo... El bato no ha salido de su fantasía, ¿me entendés? El bato no es nada formal. Pesa por la gente que tiene, y porque también es uno de los viejos, pero para llevar una organización así, a mi pensar, y no es porque yo ya no esté ni nada, el Lobo no sirve. No va a llevar al Barrio a nada bueno. Para él todo es matar y matar y matar, y a veces los huevos se tienen que ganar por otros lados.
-Hay quien nos dice que la MS ha evolucionado de una manera muy diferente.
-Las letras ahora no se dedican a seguir al Barrio. Las letras están trabajando con el narcotráfico y el crimen organizado. Y es algo a lo que el Barrio no le ha puesto coco ahora, ¿me entendés? Ellos están guardando a su gente. Su gente está escondida. Creo que ya ni se están tinteando, para hacer mejor el bisnes. Ya nos pegaron, en 2005, nos hicieron verga, y ahora los únicos que se dedican a buscarlos a ellos es el Barrio. Pero el Barrio agarra anzuelos, patojos que no valen nada, pero no agarra a los meros meros; porque los meros meros no son tontos, están usando la cabeza para trabajar. ¿Sabés qué pasa ahora? Que vengo yo, voy a poner un ejemplo, y digo: “Bueno, chequeo, andá a matar un tiendero, me matás tres choferes y a otro de tal centro comercial”. Y luego “Bueno, homies, ya este bato ya arregló, brinquémoslo”. Y ya lo vuelven homie.
-Ya.
-Ya no lo vuelven homie por cora al Barrio, ¿me entendés?, sino por su dinero, porque se están quedando sin gente. Entonces, ahora, si trabajás para mí la cosa es: “mirá pues, homie, pongamos tal renta y, como vos estás en la calle, andá a matar y yo la hago de aquí adentro, y vamos mita, mita”. Y acá adentro no te caen mal mil pesitos, dos mil pesitos a la semana. O sea, ahora ya no es la guerra con los batos, ¿me entendés? Ya se mira que es la guerra con los comerciantes. Mirá en las noticias la mayoría de muertos: choferes, tienderos, algún comerciante... No mirás batos así, todos rallados de las letras o de los números. Ahora es el negocio.
***
Durante las últimas semanas en Guatemala fue más o menos sencillo establecer contacto y hablar con pandilleros del Barrio 18 en las calles y especialmente en la cárcel, pero la Mara Salvatrucha se mostró esquiva. Solo pudimos llegar hasta homies retirados, alejados todos, unos más, otros menos, del presente de la silenciosa MS-13. Hoy, hasta donde sabemos, jefes de clica de una de las zonas con peor fama de ciudad de Guatemala han accedido a hablar con nosotros. Trabajadores sociales de una ONG han servido de puente y nos han traído hasta aquí con la condición de que no citemos su nombre, ni el de la comunidad en la que estamos, ni el de los pandilleros con los que vamos a reunirnos, ni el de su clica.
Pasan las tres de la tarde. Bajamos del carro de nuestros guías en una aburrida calle principal y nos adentramos caminando con ellos en un callejón en pendiente, que se deshilacha una y otra vez en bifurcaciones. El camino se estrecha, se curva, y se ensancha de nuevo cada diez metros. Las paredes están repletas de puertas que se abren a pequeñas casas de dos plantas, casi sin fachada.
Uno de los trabajadores sociales, sin mover la cabeza, señalando con la mirada, nos trata de interpretar el lugar: “aquí nunca entra la policía”, “unas cuadras más abajo comienza el territorio de la 18”, “en esta casa venden droga”. Lo cierto es que en algunas de estas enjutas e inclinadas calles los policías no podrían entrar ni siquiera en moto, y hacerlo a pie, a la fuerza en fila india, sería regalarse a quien quisiera emboscarlos. Volteamos para reconocer el supuesto punto de distribución de droga y apenas vemos una pequeña puerta metálica idéntica al resto de minúsculas puertas metálicas de la colonia. Pronto tenemos la sensación de que a medida que avanzamos se va cerrando el paso detrás nuestro y no sabríamos deshacer a solas el recorrido andado.
Acompañados por las miradas curiosas de los pocos vecinos con los que nos cruzamos y de unos adolescentes a los que suponemos afiliados a la Mara, completamos el descenso hasta llegar a un local en el que nos deben estar esperando los pandilleros. La tarde está nublada pero el lugar recibe bastante luz natural. Buscamos a los mareros con la mirada, entre las máquinas de lo que parece ser un centro de cómputo. No parecen haber llegado, o ya se han ido. Por los carteles y pizarras en las paredes entendemos que aquí se imparten talleres. Al fondo, sentados alrededor de una mesa, vemos a tres chiquillos rezagados de la última actividad. Ni rastro de un homie.
Los guías nos invitan a avanzar hasta la mesa y una vez allí la sorpresa se cruza con la decepción. Los tres miembros de la MS con los que vamos a platicar son tres niños, una chica y dos chicos, ninguno parece mayor de doce años. Los tres visten ropa deportiva y están recostados en sus sillas con los brazos cruzados en el pecho. A la izquierda, la chica tiene un rostro luminoso, es una morenita con unos ojos enormes y una nariz que respinga. Nos mira seria. Marca su territorio. En el centro, un niño de cara redonda y ojos rasgados se esconde bajo un gorro calado hasta las cejas igual que hace el Diabólico. La chica medirá apenas un metro y medio, y él no parece mucho más alto. A la derecha, más alto, un chico de rostro tímido al que la camiseta, sin mangas, desnuda en su delgadez. Les llamaremos la Niña, el Gorras y el Callado.
Comenzamos por presentarnos y tratar de saber sus nombres. Aunque prometemos no publicarlos, no quieren darlos. Solo pronuncian sus edades: 16 años los dos de menos altura, quince el más espigado. Los tres son mayores de lo que parecen. Tres edades enormes para esos microscópicos cuerpos. “¿Cuándo se brincaron?”
La Niña a los 14. El Gorras a los 10. Es el veterano. El Callado, a los 12.
La conversación inicia tropezada, entre nuestras preguntas improvisadas, algo condescendientes, y los recelos de los pandilleros, que aún no aciertan a decidir si hacerse ante nosotros los duros por la vía del silencio o confiar, ser ellos.
─Como nos dice el jefe, la Mara es para siempre -recita la Niña.
─Sí, de aquí al cementerio de una vez -coindide el Gorras.
Les hemos preguntado si les gusta pertenecer a la Mara Salvatrucha y responden como si hubieran memorizado una lección o la oración a la bandera. Es, además, la primera vez que escuchamos la palabra jefe de boca de un pandillero. Lo habitual es ver a los líderes encarcelados, a los ranfleros, palabreros y llaveros, despojarse de sus galones, desplazar el liderazgo al grupo, a la horizontalidad, al todos somos iguales.
Las respuestas siguen encallando en simplificaciones cuando les pedimos que nos expliquen qué es la Mara y cuál es su objetivo. “Acabar con los dieciochos”, se apresura a decir el Gorras. “Tener nuestro territorio cada uno”, le ayuda con tono de sabelotodo la Niña. Entre los dos nos explican que unas cuadras más abajo, en la calle, hay un chorro, y que ese chorro es la frontera. “Ni ellos pueden venir aquí ni nosotros podemos ir allí”, dice la Niña con una sonrisa. “Si les vemos subir, tenemos que dispararles.”
A la niña le gusta este juego donde ella nos explica cosas sobre la vida y la muerte. Al Gorras se le escapa la risa fanfarrona cuando se habla de balazos.
El callado, calla. Ninguno de los tres sabe que la Salvatrucha nació en Estados Unidos, ni qué fue el Sur, ni el por qué del odio eterno, inacabable, que les corresponde honrar con balas. “Esas cosas no las hablan con nosotros”, dice la Niña.
El Gorras cuenta que entró en la pandilla porque le gustó el dinero fácil, “tenerlo todo muy rápido, tener todo sin trabajar, sin un esfuerzo”.
Cuando la niña se imagina cómo sería la escena de una vida feliz y opulenta, esa vida que intenta conseguir siendo de la Mara, dice: “Es como que le pidas un quetzal a tu papá y siempre te lo dé”. Un quetzal. Como ocho centavos de dólar.
Los tres jóvenes pandilleros viven en una casa de la pandilla, como en un internado para little homies, como en un vivero de gatilleros. Explican que la pandilla les provee ropa, comida, todo lo que necesitan. La Niña tiene papá y mamá, sí, y viven cerca, a algunas cuadras, y a veces va a verlos, sobre todo a su madre. Con el padre no se lleva bien. Despliega un evidente gesto de desprecio cuando habla de él, como si fuera su enemigo. El Gorras tiene un hermano en el Barrio 18, que vive a unas cuadras y que cuida su lado del chorro con la pistola que sus jefes le han dado.
─¿Alguna vez se han enfrentado?
─Sí, una vez.
─¿Y le disparaste?
─Sí, estuve a punto de darle -dice el Gorras, y endurece el rostro.
─Pero este tiene muy mala puntería, jaja -se burla de él la Niña, y se carcajea, como se carcajean los niños cuando se gastan una broma. El callado celebra la ocurrencia también-.
El Gorras endurece aún más el rostro, y murmura algo parecido a un “la próxima vez no se me escapará”.
A la Niña, el jefe, el palabrero de su clica, la ha inscrito en una escuela privada. Firmó los papeles necesarios como si fuera su tutor, paga las cuotas, acude a las reuniones de padres, recibe sus notas. “Una vez hice algo en la escuela y la directora llamó al jefe y él me mandó a llamar y me dijo: “¿qué hiciste ahora?” y yo le dije que nada…”
La Niña presume de ser una buena estudiante: “Si viera mis notas, solo nueves y dieces”. Parece que la Mara la está preparando para algo más que a sus compañeros. Y al Gorras y al Callado no les extraña.
─Ellos son nuestros dueños, nosotros somos como sus mascotas -explica el Gorras.
La Niña, estudiante aventajada en todo, recibió su primer tiro a los 11 años. En su cuerpo tiene dos orificios de bala, uno en la pierna y otro en el hombro. Los muestra con orgullo, porque eso demuestra que es peligrosa y valiente. Pero de su cuello cuelga un atrapasueños de plata, como sus aretes, como los dos anillos que lleva en la mano izquierda, y todavía sonríe como una niña. Mientras sus compañeros se esconden bajo un gorro o tras el silencio, ella parece relajarse poco a poco. Lleva puesto el uniforme de deporte de su colegio, del colegio que le paga la Mara Salvatrucha.
¿Ya han hecho pegadas? Los tres responden que sí, aburridos, como si la pregunta no tuviera mucho sentido para ellos, como si todo lo relacionado con matar a una persona fuera obvio.
─Tus jefes te felicitan, te dan dinero, te dan armas. Y un arma te da poder. Te sientes más grande –cuenta el Callado, que hasta el momento solo ha asentido, a veces ni eso, para acompañar lo que explicaban sus compañeros.
La Niña casi salta de la silla cuando cae sobre la mesa el tema de las armas. Ella y el Gorras se interrumpen entre saltos y alegrías para contarnos cuáles son sus preferidas, y la Niña se carcajea recordando la primera vez que disparó: de cómo sus brazos de niña no estaban listos para contener el pateo de la nueve milímetros y cómo la pistola terminó golpeándole la cara y haciéndole sangrar la nariz; o qué se siente cuando el rebote de un fusil te golpea el hombro.
─Me gusta la Mara, que la gente te tenga miedo, que los que antes te molestaban ahora te tienen miedo. -Dice.
─Yo no molesto a quien no me molesta, yo molesto a quien ME molesta -se autodefine el Gorras, con énfasis en el me, en el poder para defenderte que se te etntrega con el arma.
─Pues a mí me gusta que la gente te tenga miedo -insiste la Niña-, que se expandan como si fueran hormigas, que se hagan al lado para que vos pasés, como si fueras un coronel.
La Niña y el Gorras están prendidos, se sienten protagonistas y se deshacen en ganas por fin de contarlo todo. Ella habla con las manos, con los ojos. Las respuestas del inicio ya se olvidaron. “¿Han pensado en salir de la pandilla?”
─Yo sí, si pudiera, pienso en tener mi familia, en mis hijos... -dice la Niña, de repende más niña, soñando con una escena de película.
─Yo igualmente, si se abre la puerta y se salen como 4 ó 5. -dice el Gorras.
─¿Y tú?
─Yo también. -responde el Callado.
─Pero eso tú si estás en la Mara no lo puedes decir. -Dice el Gorras.
─Es tu secreto -aclara la Niña.- Si uno le dice a su jefe que se quiere salir, pum -el gesto con la mano, como una pistola-, lo mata.
─...
─Sí, uno por su mala cabeza se metió en esto -insiste la pequeña pandillera.
Mientras los tres adolescentes con rostros infantiles hablan de su mala cabeza, un chico algo mayor que ellos, o que al menos lo parece, ha entrado al lugar y se ha sentado a la mesa, como quien sabe perfectamente quién es quién y lo que está pasando. Es extremadamente delgado. Viste unos jeans gastados y una camisa de tirantes. Lleva el pelo algo largo y despeinado. Parece que acaba de despertar de una siesta que duró todo el día.
─¿Tú también eres de la Mara? -le preguntamos.
─No, yo soy sicario.
La respuesta, inesperada, irreal, nos ha levantado una sonrisa que rápidamente aplacamos al caer en la cuenta de que no miente. El chico a nuestro lado es un sicario. O al menos lo era, como nos aclarará más tarde.
Los pandilleros confirman su historia. Es evidente que lo conocen. Se han criado juntos y viven en mundos diferentes que se cruzan en los mismos callejones. El sicariato es parte del negocio de muchas clicas. El despeinado lo ejercía por libre.
─Fui sicario durante cuatro años. No todo el tiempo, solo cuando salía un trabajo.
─¿Hiciste muchos trabajos?
─Tres. En el cuarto me balearon.
Quienes le contrataron para ese cuarto y último trabajo no le dijeron que el tipo al que tenía que matar era un profesional, otro gatillero. Uno con más experiencia que él. El Despeinado tampoco se preocupó por hacer demasiadas preguntas. Le iban a pagar bien, dice. Una gente de la Zona 2 para los que ya había trabajado antes.
─Cuando le vi me fui contra él sin pensar, con el arma en la mano. Pero él me vio y me disparó antes. Pensé que hasta ahí llegaba.
Por lo que cuenta, estuvo a punto de ser así. El Despeinado tiene el pecho lleno de cicatrices por las operaciones que le salvaron la vida. Sus amigos pandilleros se burlan de él. Le dicen que parece un mapa del mundo. También tiene el brazo derecho mucho más delgado que el izquierdo y guarda la mano en la bolsa del pantalón. Se niega a mostrárnosla. Dice que puede moverla, que está bien, pero no quiere sacarla del bolsillo. Está muy deshidratada.
Ha comenzado a caer la luz y conviene irse. Buscamos de nuevo la calle, esta vez por callejones distintos, zigzagueantes y más estrechos aún que aquel por el que entramos. Los hombros casi rozan con las paredes en algunos puntos. El Despeinado nos acompaña. Los pequeños pandilleros abren y cierran en grupo, como si nos guiaran y protegieran. Probablemente lo hacen, pero la escena resulta chocante por la altura de dos de ellos y la complexión tremendamente frágil del otro.
Ya en la calle principal, les decimos que necesitamos un taxi y se ofrecen para acompañarnos un par de cuadras más hasta encontrar uno. El grupo se dispersa, y la Niña y el Gorras se abren hacia los lados escoltándonos. Cuando los otros se han alejado unos pasos y no pueden escuchar, el Callado se aproxima y nos cuenta:
─Mi tarea es vigilar estas calles. Sobre todo por la noche. Ver que no venga el enemigo, y avisar si llega alguien extraño. Me llaman el guardián en las sombras.
No hallamos qué responder.