La directora abre los ojos y los clava en la pantalla de la computadora. Hace el gesto que uno hace cuando se entera de una mala noticia. Una muy mala noticia. Las dos manos, una sobre otra, le tapan la boca. Murmura: “Qué desgracia, qué desgracia… Qué desgracia, qué desgracia… Qué desgracia, qué desgracia, qué desgracia”.
“Accidente vial en San Vicente”, dice el titular en la pantalla. Lo que es decir muy poco. En el kilómetro 62 de la carretera Panamericana de El Salvador, en las inmediaciones del municipio de Apastepeque, a eso de las 2:30 de la tarde de este lunes 30 de julio, un carro perdió el control, se estrelló contra un poste, prendió en llamas y calcinó hasta la muerte a sus cinco pasajeros. Y eso aún es decir muy poco.
Un motorista, un policía, una empleada del Instituto Salvadoreño para el Desarrollo Integral de la Niñez y Adolescencia (ISNA) y dos niñas fueron consumidas por el fuego.
Las dos niñas tenían catorce años. Una era guatemalteca, la otra era hondureña. A las dos las esperaba la directora que ahora ve la pantalla con las manos en la boca. Las esperaba, y para darles un buen recibimiento había planificado un paseo para mañana. Una visita a la playa, a la Costa del Sol. Era sorpresa. Las niñas no sabían. Y eso no es lo más trágico.
Las dos niñas eran libres desde hacía apenas ocho días. La Policía las había rescatado de una cervecería en la frontera de El Amatillo, en La Unión. Ahí, eran prostituidas. La directora dirige desde hace dos años y medio el único albergue para víctimas de trata en el país, un albergue exclusivo para niñas. Las esperaba para empezar su proceso de rescate, de tratamiento, de liberación. Para intentar que conocieran otra vida. Pero solo conocieron esta.
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El hecho de que la directora aún se sorprenda habla bien de ella. Cualquiera diría que ya nada de lo que le pueda pasar a una niña podría sorprenderla.
El albergue no deja dudas. Es un albergue de niñas. Lo más adolescente que puede encontrarse como decoración es alguna fotografía de Britney Spears en sus primeros años de fama. Por lo demás, Dora La Exploradora o Blanca Nieves respaldan cada cartel de reglas internas o rotulito de bienvenida. Decoración aparte, nada de lo que ahí ocurre, nada de lo que a las de ahí les ocurrió, tiene una pizca de relación con lo que Dora La Exploradora tenga que decir.
Solo una de las 12 niñas está hoy fuera del albergue. Se trata de Mari, una niña delgadita, delgadita, de 13 años, la menor del grupo. Está en el Instituto de Medicina Legal, en diligencias con la fiscal del caso. Le están haciendo un reconocimiento vaginal. Mari es la más huraña del grupo. Cuando alguien le hace una pregunta sobre su vida, suele contestar “usted mucho quiere saber”, da la vuelta y se larga. Odia salir a esos reconocimientos porque cree que ya no la dejarán volver al albergue, y tiene mucho miedo de caer otra vez en manos de los que la maltrataron. De ellos no se sabe mucho. Mari cuenta su relato con cuentagotas. Una de las escenas que menciona es la de ella, amarrada de pies y manos en la cama de un pick up camino a ser vendida a algún hombre en una ciudad fronteriza de El Salvador. Sus escenas son así, frases de tormento sin más detalles.
Hay peluches en casi todas las camas.
Las demás niñas hacen collarines y pulseras con cuentas coloridas en la salita de talleres, a la par del patio. Una de ellas tiene en brazos a un bebé. Su bebé. Ella tiene 17 años, y el bebé tiene cuatro meses. Ella no sabe cuál de los hombres a los que fue vendida es el padre.
Mari regresa. Llora. Se encierra en el cuarto que antes ocupaba la sicóloga del albergue. La sicóloga obtuvo otro trabajo, y el albergue no tiene más sicóloga fija, así que las tías, como las niñas llaman a las trabajadoras sociales que permanecen en la casa, hacen lo que pueden. De vez en cuando las visita un sicólogo al que las niñas casi nunca le cuentan nada. Una de las tías se encierra en el cuarto con Mari. La niña de 13 años, como es costumbre, contesta a las preguntas de forma parca. ¿Por qué llorás? Me fue mal. ¿Por qué te fue mal? Porque sí. Y llora, y la tía le acaricia el cabello, que es lo único que puede hacer.
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Esta casa, si no fuera por las tías, sería una casa de seguridad y no un albergue. Aquí las niñas están seguras porque hay policías en el portón. Pero están albergadas porque la directora y las tías las escuchan cuando lloran. Y eso es lo menos complicado que las cinco tías y la directora hacen. También se pelean con los médicos que, sin tacto, preguntan a una niña a cuántos hombres atendió. También las acompañan en los vehículos para que no vayan a las diligencias judiciales solas en un carro patrulla. También las reciben cuando la Policía las lleva directo de un lupanar al albergue, drogadas, borrachas las niñas, en tacones. También las abrazan con fuerza para calmarlas cuando en un ataque de rabia, o de síndrome de abstinencia, alguna de ellas se sube al techo del albergue y de la misma cólera empieza a destruirlo. “Porque son calladitas –dice la directora–, pero sus crisis son sicóticas”. También detectan cuándo una niña no puede sentarse. Y no solo lo detectan. La revisan. Y encuentran que su vagina está hinchada, roja y supura. Y toman algodón y la curan durante dos semanas, cada noche, hasta que la niña de 14 años puede sentarse de nuevo. Eso hace la directora. Eso hacen las tías.
Porque las tías son casi todo lo que las niñas tienen. También tienen a Mario Mena, el subdirector de Restitución de Derechos del ISNA, que recibe en su despacho a las que han sobrepasado lo que las tías consideran una crisis normal. Habla con ellas, pacta con ellas, les pide tiempo a las niñas, tiempo para sanar un poco más. Y en teoría las niñas también tienen un subcomité de atención a víctimas, que pertenece al Consejo Nacional Contra la Trata de Personas. Ese subcomité, se supone, reúne a todas las siglas del país que pueden hacer algo por el futuro de las niñas. Algo como procurarles capacitación o una bolsa de trabajo. Pero el Ministerio de Trabajo nunca ha hecho una propuesta concreta en ese subcomité. Algo como agilizarles los trámites de salud, o reducir la burocracia, para que no tengan que contar a cada médico que son niñas y víctimas de trata. Pero el Ministerio de Salud nunca ha hecho una propuesta concreta en ese subcomité. Algo, quizá, como destinarles profesores personales, para que recuperen todo el tiempo perdido en burdeles. Pero el Ministerio de Educación nunca ha hecho una propuesta concreta en ese subcomité.
Las tías son casi todo lo que las niñas tienen. El doctor Mena lo dice: de las 12 niñas en el albergue, solo cuatro de ellas tienen apoyo de su familia. Las demás están solas con las tías. “Hemos ido descartando: padres, tíos, primos, madrinas… Nadie”, explica Mena. Muchas veces, de hecho, las niñas están ahí debido a sus familias. Hace no mucho estuvo en el albergue una niña a la que su padre vendía por las tardes en una cervecería a cuanto borracho quisiera tener sexo con ella. La niña tenía 11 años cuando llegó al albergue.
Lo curioso es que los jueces de menores deciden en qué momento una niña debe salir del albergue e irse con algún familiar. Ellos, habitualmente con el consejo del fiscal asignado al caso, deciden eso. Muy raras veces consultan a las tías.
Este mismo año un juez decidió que una niña de 13 años ya tenía las condiciones para salir del albergue. La enviaron a casa de su madre con todo y su hijo de seis meses. Ahora mismo, en su casa de bahareque en un cantón, la niña parece desnutrida y se encarga de cuidar día y noche a su hijo desnutrido y a sus cuatro hermanos menores también desnutridos. Su futuro no parece muy prometedor.
Hay que decirlo claro: El Salvador no está preparado para atender a las víctimas de trata. Lo reconoce el viceministro de Justicia y Seguridad, Douglas Moreno. “En el tema de víctimas, la deuda es grandísima”. Lo dice también Silvia Saravia, la encargada de atención a víctimas de la Fiscalía: “Tenemos una deuda grandota en atención a víctimas”. Lo dice Mena: “Falta muchísimo”. Basta decir que las niñas víctimas de trata son las víctimas privilegiadas. Si el Estado recupera a un niño víctima de trata no sabe qué hacer con él. Resuelven en cada caso. Si recuperan a un hombre víctima de trata, y ya lo han hecho, este mismo año, a un joven veinteañero que era vendido a otros hombres, no saben dónde ubicarlo. Incluso si recuperan a una mujer víctima de trata no saben qué hacer con ella. Resuelven sobre la marcha. Improvisan.
Hace tres años la Policía recuperó a cuatro mujeres dominicanas. Mujeres guapas, altas, morenas, que habían sido traídas con falsas promesas de modelaje al país, y terminaron, bajo amenazas, en una red de prostitución en hoteles de lujo. Estaban dispuestas a declarar, pero desistieron. Uno de los policías que las custodiaba explicó que desistieron no por miedo a los tratantes, sino por hartazgo: “Las tenían en bartolinas, en la frontera y en diferentes puestos policiales. ¿Usted se imagina a cuatro muchachonas hermosas que se tienen que bañar, cambiar y dormir en medio de un montón de policías salvadoreños? Solo querían irse”.
“Si se empieza el proceso de atención y no se termina, la víctima será más vulnerable de volver a caer (en una red de trata)”, explica Saravia. A ella no le extraña que haya pocas condenas; tiene un razonamiento distinto a la mayoría. La mayoría de fiscales y funcionarios apuntan a la falta de jueces especializados, sensibilizados, que sepan lidiar con una víctima de este delito. Pero Saravia apunta a la falta de víctimas fuertes, que hayan pasado procesos completos, que estén listas para contar sus calvarios sin cambiar el relato en las partes más dolorosas, sin tener que protegerse de sus propios recuerdos. Porque hoy por hoy, habiendo lo que hay, Saravia se pregunta: “¿Cómo una víctima se va a atrever a meterse en un proceso jurídico?”.
El mes pasado el presidente Mauricio Funes recibió de manos de Moreno el documento base para elaborar una política nacional contra la trata. Es un intento sin precedentes, pero de momento es eso, un intento. De momento, las niñas tienen a las tías.
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Ayer fue el cumpleaños de Mari. La directora hizo lo que hace cada vez que puede: escuchó. Mari se acurrucó a la par de su escritorio. “¿Qué te pasa?”, preguntó la directora. Mari, de 13 años, solo dijo dos frases ese día: “Quiero que me acaricie un muchacho. Me quiero morir”. No se lo dijo a una sicóloga. No hay. Se lo dijo a la directora.
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El albergue es lo que es dependiendo de qué niñas están y de cuánto tiempo llevan ahí. Hoy, por ejemplo, el albergue parece una casa donde se han reunido 12 amigas, todas niñas entre 13 y 17 años. Escuchan reggaeton, bailan, hacen collares y pulseras de colores. Todas tienen más de dos meses aquí. Todas pasaron ya la etapa crítica. Porque cuando recién llegan, dice la directora, llegan como hipnotizadas.
Aunque dé asco pronunciarlo, esta casa de niñas a veces parece un prostíbulo sin clientes. La directora ha visto llegar a unas 100 niñas y nacer dos bebés en estos dos años y medio. Las ha visto llegar desde los 9 hasta los 17 años. Cuando coincide que llegan varias que han sido rescatadas de un mismo burdel, es difícil cambiarles el horario, explica la directora, que sabe que aquí todo se trata de paciencia, mucha paciencia. Las recién llegadas, muchas veces, cuando ven que el sol cae, como por instinto, se maquillan, se ponen tacones y sus faldas más cortas, y caminan por el albergue como esperando.
“Una vez me trajeron a una hondureña de 11 años que había sido víctima de trata laboral. Había pasado unos años encerrada en una casa donde era la sirvienta, donde la violaban y la golpeaban. No le pagaban nada. Ella solo hacer oficio en el albergue quería. Desde temprano, limpiar. Lo hacía como desesperada”, cuenta la directora.
Así son las niñas, aprenden desde pequeñas. Unas, a escribir y leer, a levantarse temprano y bañarse para ir al colegio; otras, a fuerza de golpes, de golpes, de golpes, a vestirse sexys cuando el sol cae, a limpiar como esclavas desde la madrugada.
En la mesa del albergue, las niñas siguen ensimismadas en sus collares de cuentas de colores. A la cabeza de la mesa está la niña de 16 años a la que su mamá echó de la casa y que terminó bajo engaños encerrada en un burdel. Frente a ella está la niña morena de 16 años que cada vez que se enoja dice que su novio es palabrero de una pandilla. Enfrente de ellas, está otra niña de 16 años que estuvo encerrada en un burdel dirigido por una señora que abría el local a eso de las 6 de la mañana. A esta niña, su papá la tocaba desde los 13 años. Callada, junto a ellas, también está Mari, que a sus 13 años lo que menos quiere es volver a su casa. Se enoja, llora, grita cuando cree que alguien le sugiere que un día volverá a su casa.
Las niñas de esta casa son un reflejo de lo que hay afuera de la casa. “Vienen de mundos difíciles, han sido víctimas de un montón de cosas desde chiquitas en sus hogares”, dice la directora.
“Hay niñas –explicó un fiscal guatemalteco que ve casos de trata y abusos sexuales en ese país– a las que hemos encontrado en la frontera con México, en Tecún Umán, prostituyéndose por un pan con frijoles, dando sexo oral a cambio de algo de comer. Hay niñas a las que un prostíbulo les va a parecer un paraíso”.
Hay niñas a las que un prostíbulo les va a parecer un paraíso.
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Silvia Vidal tiene mucho coraje. Tiene 55 años, es vasta y tiene mucho coraje. Fue, por decisión propia, prostituta en las calles de San Salvador durante 15 años. Lo dejó hace 20, y tiene el coraje de contarlo. Y no solo de eso, sino de utilizar su experiencia para fundar y dirigir una asociación, Flor de Piedra, que ha atendido a unas 2,000 mujeres que trabajan en la prostitución. En calles, en discos, en cervecerías, en barras show, en casas privadas.
Es refrescante escucharla, porque no se rebusca por términos políticamente correctos. Habla con el lenguaje de las calles y los bares, con el lenguaje que usan las mujeres para las que trabaja. Así, con sus palabras claras, contesta preguntas mientras se toma una gaseosa.
—La historia de haber sido explotadas sexualmente bajo engaños o por la fuerza y para beneficio de una tercera persona, ¿qué tan normal es?
—Quizá cada mujer nueva que va ingresando al trabajo sexual se enfrenta con esa situación. Por lo general las traen engañadas. Un montón de gente viene de los cantones y les dicen que vienen a trabajar de domésticas o a un comedor, y ahí se enteran. Quizá un 60% de las mujeres empiezan con un engaño.
—¿Es normal que haya menores de edad en el negocio?
—Por lo general, ha habido en los negocios.
—¿Los hombres salvadoreños consentimos acostarnos con niñas?
—¡Ajá! Ahí vamos a tocar un punto. Cuando yo andaba en la calle, muchos viejos me decían: me gustan las cipotas, porque están menos cogidas. Saben que son más ingenuas y les pueden hacer lo que les dé la gana. Hay varias expresiones de ellos: mientras más chiquitas, menos cogidas. Mientras más niñas, mejor.
—¿Entre 13 y 15?
—Sí… Una vez yo vi entrar a un hospedaje a una niña de 9, 11 años lo más, y pregunté. La abuela la vende, me dijeron. ¿Bien terrible, verdad?
—Cuentan que a algunas niñas incluso les ponen algodón en la vagina, para que se sientan como vírgenes cada vez que las penetren. Es un hecho, muchos hombres buscan menores vírgenes.
—Claro, claro… Por ahí andaba un mito hace unos años, de que los hombres pensaban que acostándose con una virgen se les podía quitar el sida. Es bien terrible.
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Una de las niñas llora. Cuando las tías las sacan del albergue para que convivan con otras niñas, con otros niños, siempre hay algún incidente. Así lo llaman las tías: incidente. Se trata de pequeños detalles, alguna palabra grosera que escuchan por ahí, pasar por un lugar que les recuerda algo, ver una escena familiar que les pone en la cara lo que no tienen. Hay muchos incidentes aquí afuera del albergue. Son detonadores que las hacen recordar algo. Y las niñas del albergue tienen muy pocos buenos recuerdos.
Es sábado 28 de julio, y la directora y las tías no están en sus casas con sus familias. Están aquí, con los ojos clavados en las niñas que bailan en la pista. El ISNA ha hecho una gran fiesta esta tarde. Los niños de todas las instancias de protección del sistema han venido. La directora me cuenta que si bien se han hecho muchos esfuerzos por explicar a los demás niños que ellas son víctimas de un delito llamado trata, es difícil que el mensaje cale. La mayoría de niños se ha quedado en la cabeza la idea de que esas 12 niñas estuvieron en prostíbulos hace un tiempo.
Varios de los muchachos del ISNA las rodean a una distancia prudente, tímidos como adolescentes. Ellas, las 12 niñas, en sus tacones descomunales, bailan sin parar. A una de ellas, a la niña morena de 16 años del albergue de trata, otra niña de esa edad le ha dicho ramera. Se lo dijo porque la niña morena sacó a bailar a un muchacho que al parecer le gustaba también a la otra niña. Un conflicto normal de adolescentes ha sido el incidente del día. La palabra ramera no significará lo mismo para esta niña morena y sus 11 compañeras que para el resto de niñas del salón.
“Las cicatrices son parte de ellas –dice la directora con los ojos fijos en la niña morena que, entre lágrimas, se ha quitado sus tacones, se ha puesto unas sandalias y se ha sentado en un rincón, fuera del salón de baile–. Ellas siempre están a la defensiva, esperando que alguien les diga algo. Es muy difícil luchar con el estigma de la sociedad”.
La pregunta obvia ante la montaña de obstáculos que se impone frente a cada una de estas 12 niñas es si cabe la posibilidad de que algún día sanen.
“No por completo”, dice la directora, se pasa las manos por la cara para reanimarse y camina despacio hacia el rincón para sentarse al lado de la niña morena.