El gobierno salvadoreño autorizó el 8 de marzo el traslado de las estructuras de mando de la Mara Salvatrucha (MS-13) y el Barrio 18, del Centro Penitenciario de Máxima Seguridad de Zacatecoluca hacia cárceles con protocolos de seguridad menos estrictos. Esos movimientos supusieron la activación de una tregua entre ambas pandillas que, una vez afianzada, dio paso a lo que algunos actores definen sin matices como “un proceso de paz”.
Transcurridos casi ocho meses, el balance es un collage de claroscuros. Entre las luces, la más brillante sin duda es que estadísticamente se han salvado más de mil 800 vidas, unida a reducciones –menos drásticas, pero reducciones– en las cifras oficiales de personas desaparecidas, de extorsiones y de robos. Entre las sombras, que los liderazgos dentro de las pandillas se han fortalecido sin saber en qué terminará esto, y cabe citar también que el gobierno aún no se ha atrevido a asumir la paternidad del proceso, lo que en la práctica está imposibilitando su profundización.
El proceso no tiene precedentes en la historia de El Salvador, y las particularidades del fenómeno de las maras hacen que cueste hallar similitudes con procesos de pacificación en otras latitudes. En un artículo publicado a finales de julio titulado Peace with Gangs: Colombia's Lessons for El Salvador, el tanque de pensamiento InSight Crime sugirió que el proceso de desmovilización de los grupos paramilitares aglutinados en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) era un espejo en el que el país podía mirarse. “En este momento delicado para El Salvador, vale la pena mirar las lecciones ofrecidas por Colombia, que inició su propio programa para desmovilizar a los ejércitos paramilitares hace casi 10 años”, señala el artículo.
Para conocer mejor el proceso colombiano y verificar si en verdad puede ser un ejemplo a tener en cuenta, Sala Negra de El Faro se sentó en Bogotá con la antropóloga María Victoria Uribe Alarcón, una de las personas que más de cerca ha seguido la desmovilización, y cuya voz es respetada por su intenso trabajo con las víctimas que ha dejado uno de los conflictos más prolongados y sangrientos del hemisferio.
De entrada, la plática con María Victoria Uribe establece una diferencia sustancial: mientras en El Salvador el presidente Mauricio Funes sigue negando su rol incluso en la consecución y en el sostenimiento de la tregua, en Colombia el Estado es el que dirige el proceso, el que marca la pauta.
Tuvo que haber un momento en que el gobierno anunció una negociación con las AUC, que eran grupos criminales responsables de un sinnúmero de masacres. ¿Cómo recibió la sociedad colombiana ese anuncio?
No fue un momento concreto, sino algo paulatino. Primero vino el cese el fuego de las Autodefensas, muchos meses después el gobierno del expresidente Álvaro Uribe diseñó una ley que se llamaba de Alternatividad Penal, que era prácticamente una amnistía sin ningún tipo de proceso penal para los desmovilizados. Simplemente era: desármense, entreguen sus armas, váyanse a sus casas y organícense como puedan.
¿Hubo paramilitares que se acogieron a esa ley?
No, porque la Corte Constitucional, que es el organismo más decoroso que tiene este país, pegó el grito y dijo: un momento, ¿cómo que estos señores se van a ir para su casa así nomás? No, la Corte rechazó esa ley, y el gobierno tuvo que crear otra, la Ley de Justicia y Paz.
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Conviene tratar de resumir, siquiera esquemáticamente, qué son las Autodefensas Unidas de Colombia.
Si bien el fenómeno del paramilitarismo hunde sus raíces en la década de los 80, como grupos financiados por terratenientes para defenderse de las guerrillas de corte marxista como las FARC o el ELN, la sigla AUC irrumpe en el complejo panorama sociopolítico colombiano a mediados de los 90. Las AUC fueron una especie de paraguas creado para unir a todos los grupos paramilitares que, si bien su función primaria era “defender” a sus financistas, terminaron convertidos en un actor de primer orden en el conflicto armado colombiano.
Las AUC fueron etiquetadas como grupo terrorista por Estados Unidos y hasta por el gobierno colombiano, y se les atribuyen unas 2 mil 500 masacres –que dejaron unas 14 mil muertes y unos 32 mil desaparecidos– y decenas de miles de desplazamientos forzados, amén de haber traficado con drogas y de haber infiltrado la clase política y al propio Estado. “Los paramilitares son lo peor que le ha pasado a este país”, concluye enfática María Victoria Uribe.
Pues bien, en diciembre de 2002, apenas cuatro meses después de que Álvaro Uribe se convirtiera en jefe de Estado, las AUC anunciaron un cese el fuego unilateral que dio origen a un polémico proceso de desmovilización jurídicamente amparado en la Ley de Justicia y Paz (también llamada Ley 975, aprobada en 2005), y al que se han acogido unos 32 mil combatientes. La oferta del Estado a los desmovilizados fue la resocialización a cambio de confesar los delitos e indemnizar a las víctimas, y en los casos de violaciones de derechos humanos más graves, juicios con condenas que en ningún caso podían superar los ocho años.
Decía usted que la Corte Constitucional frenó al gobierno en su intención original de promover el perdón y olvido.
La Corte pegó el grito porque Uribe pretendía fomentar la impunidad. Hubo también presiones internacionales, pero la sociedad colombiana, en términos generales, se mantuvo al margen.
¿Ni siquiera las víctimas? ¿No estaban organizadas para 2005?
Las víctimas de los crímenes de Estado venían funcionando desde hacía muchos años, pero nadie las oía y hasta las mataban por hacerse oír. Las víctimas se empoderan de su rol como consecuencia de la segunda versión de la Ley 975, una vez reformada porque la Corte también obligó a hacer ajustes a la primera ley que envió Uribe.
Sigue sin quedarme claro el papel de la sociedad durante esos meses en los que se afinan las herramientas jurídicas para poner fin a las AUC. ¿Qué hubo? ¿Apatía?
Más que apática, la sociedad es escéptica y se hace la desentendida, como si esto no fuera con ella.
¿Cómo se interpreta eso, como un voto de confianza en el presidente Uribe?
Algo de eso había, pero además este es un país que tarda en caer en cuenta de las cosas, y además la negociación con los paramilitares al inicio fue muy truculenta, porque por un lado estaba la parte pública, la de las leyes que se aprobaban y se reformaban, pero por otro lado había negociaciones paralelas secretas con los paramilitares, y ahí se negociaba otra cosa, se negociaba perdón y olvido.
Que la sociedad no se involucre de lleno en un proceso de este tipo, ¿es positivo o negativo?
Negativo, pésimo… Ese es el problema que ha tenido todo este proceso, que la sociedad ha permanecido al margen.
¿Y no cree que una sociedad activa y polarizada genera más ruido cuando se está buscando un bien superior como lo es la paz?
Se genera ruido, sí, pero no creo que sea mejor lo que ha ocurrido aquí: que después de siete años, después de las atrocidades que hemos conocido de las confesiones de los paramilitares, la macrocriminalidad tan brutal, tan solo el 6% de los colombianos crea que los paramilitares son los culpables de la guerra.
Usted no lo ve así…
No, a mí me da asco que se piense eso. Los paramilitares son lo peor que le ha pasado a este país.
¿Eso es un planteamiento político?
Es un planteamiento político, yo soy una persona de izquierda y los paramilitares representan la extrema derecha, pero también he trabajado con víctimas, he estudiado mucho el fenómeno, y he visto las monstruosidades que cometieron. Las masacres fueron terribles, se dedicaron de manera reiterativa y sistemática a masacrar población civil e indefensa. La guerrilla no es santa de mi devoción, son narcotraficantes y secuestran, pero jamás han llegado a los límites de crueldad de los paramilitares.
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La Ley de Justicia y Paz incluyó la creación de una Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), y dentro de esta comisión se formó el llamado Grupo de Memoria Histórica (GMH), del que María Victoria Uribe formó parte entre 2007 y 2011. El objetivo del GMH fue elaborar y divulgar publicaciones sobre el conflicto armado en Colombia, con una opción preferencial por las voces de las víctimas, para visibilizarlas. En la práctica, María Victoria Uribe –una veterana antropóloga, con maestría y doctorado en historia– se ha pasado los últimos cinco años de su vida escuchando a los victimarios, sus confesiones, pero también a las víctimas y sus reclamos.
¿Cuándo las víctimas comienzan a tener un papel más activo?
Cuando comienza el proceso de Justicia y Paz, empiezan a salir las confesiones de los paramilitares que se acogen a la desmovilización, y ahí toman forma las víctimas. Ya se han inscrito en la Fiscalía más de 350 mil víctimas.
¿Ser víctima supone algún tipo de beneficio?
Se supone que todos van a ser reparados económicamente, y además va a haber reparaciones simbólicas y colectivas de algunos casos emblemáticos, con monumentos y otros gestos.
La inclusión de la voz de las víctimas, ¿fue una decisión del Estado?
No, vino de abajo para arriba. Con el proceso abierto, las víctimas empezaron a gritar: aquí estamos. Manifestaciones, plantones… de mil formas. Porque la Ley 975 habla de las víctimas, sí, pero los protagonistas son los victimarios. Son ellas las que aprovechan ese espacio para pedir más visibilidad, y poco a poco los fiscales de Justicia y Paz les dan más protagonismo, y las víctimas terminan siendo muy visibles.
¿En Colombia resulta sencillo poner las etiquetas de víctimas y victimarios?
No, para nada.
En El Salvador sucede que a una madre le asesinaron a su hijo las pandillas o los grupos de exterminio, pero el otro hijo es pandillero y ella cobra las extorsiones…
Sí, aquí pasa igual. El caso de las víctimas de crímenes de Estado sí está muy claro, pero con el resto de las víctimas todo es mucho más complicado. Se habla de victimización horizontal, porque hay cambio de roles. Era muy frecuente, por ejemplo, que los guerrilleros se volvieran paramilitares, y también se dan casos similares a lo que tú dices: hay mamás que tienen un hijo guerrillero, otro soldado y otro paramilitar. Y hay paramilitares que a su vez fueron víctimas. Es muy complejo.
En el proceso iniciado en El Salvador la Organización de Estados Americanos (OEA) está tomando mucho peso.
En Colombia la OEA también estuvo muy involucrada. Se creó la MAPP/OEA, un grupo de apoyo al proceso de paz, que terminó siendo una pieza fundamental. Se han involucrado mucho en las cárceles, apoyando en la reinserción de los paramilitares, capacitándolos, cualificándolos…
¿El proceso de desmovilización puede considerarse finalizado?
No, de hecho, ahorita han modificado la ley para solucionar el problema de que solo haya habido 14 condenas entre más de 2 mil versionados, que es como se llama a los elegidos por el gobierno para que confiesen. Se ha reformado la Ley 975 para que sea más efectiva en el juzgamiento de los paramilitares. Ahora van a tratar de buscar condenas colectivas, a todo un Frente por ejemplo, algo que hasta ahora no se ha logrado. No sé si funcionará, pero se está tratando de remediar uno de los puntos más críticos.
Las víctimas de las pandillas en El Salvador son por lo general de extracción muy humilde.
También la mayoría de las víctimas del conflicto de Colombia.
Teniendo eso en cuenta, ¿cómo se logró articular sus voces?
Hay cantidad de organizaciones de víctimas: hay víctimas del secuestro, que son prácticamente víctimas de las FARC; hay víctimas de crímenes de Estado, que acusan directamente a la Fuerza Armada; hay víctimas del paramilitarismo… Y operan por zonas, y además el grado de politización es variable, por lo que el abanico es enorme.
¿Cómo hace el Estado o ustedes, como investigadores, para escucharlas a todas?
Pues toca hacer trabajo de campo, ir donde están esas víctimas y oírlas, y los fiscales de Justicia y Paz hacen lo mismo.
Dentro de un proceso de este tipo, ¿usted a qué le da más valor: a la justicia o a la paz?
Yo tiendo a priorizar la verdad, porque no soy muy justiciera. Hay mucha gente que exige que los victimarios se pudran en la cárcel, los 32 mil, pero yo valoro más que se sepa toda la verdad. En algún momento tenemos que reconciliarnos, y creo que es más importante priorizar el asunto de la verdad y la reconciliación que el de las condenas, que es lo que creo que se está tratando de impulsar en la nueva fase de Justicia y Paz: el tema de las reparaciones.
¿Cree que la Ley de Justicia y Paz ha sido una herramienta válida?
A la Ley 975 se le pueden hacer mil críticas, pero yo creo que sirvió para conocer la macrocriminalidad de las AUC. Los crímenes del paramilitarismo no se conocían en la justicia ordinaria, y las confesiones permitieron conocerlos.
Se habla de 32 mil desmovilizados. ¿Le parece honesta esa cifra?
Pues no me consta, pero se dice que ahí se coló mucha gente para tener el sello de desmovilizado; narcotraficantes que no eran paramilitares, por ejemplo.
¿El paramilitarismo ha desaparecido?
Las AUC sí tenían una ideología antisubversiva, peleaban contra la guerrilla, y eso sí ha desaparecido. Algunos grupos que tenemos ahora, como las Águilas Negras, si bien están formados por antiguos paramilitares, son puras bandas delincuenciales: trafican, roban, secuestran…
¿Las masacres han cesado?
Es muy raro que ahora haya una masacre. Sigue habiendo asesinatos selectivos protagonizados por antiguos paramilitares, pero masacres no se dan.
Con la infinidad de peros que tiene la desmovilización, ¿se atreve a valorar cómo estaríamos hoy si no se hubiera dado ese paso?
Imagínese… Estaríamos en una guerra abierta, absolutamente. Hoy la guerra ha mermado muchísimo. De Colombia ya casi se puede decir que está entrando al postconflicto, y el problema ahora es ver cómo evitar que prolifere la delincuencia, porque hay miles de personas que están acostumbradas a matar y que no saben cómo vivir sin la guerra. ¿Y quién es el mejor postor hoy para emplearse? Los narcotraficantes y las bandas delincuenciales.
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Con una tasa de 68 homicidios por cada 100 mil habitantes, Colombia era en 2002 el país más violento del continente americano. La desmovilización de las AUC, iniciada en 2003, provocó un pronunciado y sostenido descenso en la tasa, que para 2011 se ubicó en 36 homicidios por cada 100 mil habitantes, a pesar incluso de que sigue sin resolverse el conflicto con las FARC y el ELN. Sin guerra declarada de por medio, en 2011 El Salvador duplicó la tasa colombiana.
Una década después, las cifras de homicidios se han desplomado. ¿Se puede afirmar que el proceso de desmovilización ha sido exitoso?
Yo sí hago un balance positivo, pero en seis años solo ha habido 14 condenas de 2 mil 600 versionados. Si el proceso se mide por esas cifras, ha sido un fracaso.
¿Qué fue de los otros 30 mil desmovilizados?
Hay que ser realistas y se necesitaba escoger. ¿Qué sistema penal puede procesar a 32 mil personas de una vez? Es imposible. Hay 17 mil paramilitares que ni siquiera han tenido que confesar nada, aunque la nueva ley de 2011 sí que exige la confesión y el perdón a todos, incluso los que se supone que no han cometido crímenes.
¿Las víctimas qué dicen?
Pues hay de todo. Muchos no entienden que alguien que confiesa haber asesinado a 2 mil personas le condenen a solo ocho años de cárcel en un país en el que un señor que se roba unas gallinas pasa cuatro años encarcelado. La asimetría judicial genera problemas.
¿Pero hay manera humana de resolver un conflicto de esta naturaleza si no es haciendo sacrificios?
Lo que está pasando es que cuando los paramilitares versionados no confiesan sus crímenes, pero la Fiscalía les comprueba delitos, los sacan de Justicia y Paz, y los está juzgando la justicia ordinaria, y ahí se exponen hasta a 40 años de cárcel. Y algunos líderes han sido extraditados a Estados Unidos.
Usted ha dicho que la sociedad colombiana no prestó al inicio mucha atención al proceso. ¿Eso ha cambiado hoy día?
Yo siento que como los niveles de violencia en este país han sido tan constantes y tan tremendos, la sociedad está como anestesiada. Es una sociedad muy curtida. Un crimen más, una masacre más… Hay un cansancio, y la violencia se ha naturalizado. Uno de los legados de Justicia y Paz es esa mayor sensibilidad social. Como que puso al país a mirarse en un espejo, a darse cuenta de todo lo que había pasado, porque aquí la violencia brutal de la década de los 50 quedó en la más absoluta impunidad.
En El Salvador la reacción inicial de la sociedad ha sido de escepticismo y hasta de rechazo a la negociación con las pandillas.
Aquí el 32% de los colombianos cree que las FARC son las únicas causantes de todas las desgracias de este país. ¿Pero qué pasa ahora que el presidente Juan Manuel Santos ha abierto una negociación con ellos? La figura presidencial tiene mucha fuerza, es muy respetada, y Santos en particular todavía tiene mucha legitimidad; entonces, la gente respeta que sea él quien anuncie que va a haber un proceso de paz.
En sus pláticas con ellos, ¿ha sentido un arrepentimiento honesto en los paramilitares que confesaron sus crímenes?
Yo entrevisté a varios en la cárcel de La Picota, y me dejaron la sensación de que cuando salgan van a regresar a la vida delincuencial. Sí recuerdo el caso de un paramilitar que me convenció de que estaba arrepentido, y fue porque una viejita se le acercó, lo abrazó y le dijo que lo perdonaba aunque había matado a su hijo y a su marido, y que solo le pedía que le dijera dónde los había enterrado; eso lo quebró, yo lo seguí durante el proceso y sí sentí que estaba realmente arrepentido de lo que había hecho. Pero es una excepción.
¿No es un tanto pesimista la lectura que hace?
No, es de conocimiento. He pasado muchas horas entrevistándolos en las cárceles.
¿Cree que Colombia está haciendo bien las cosas para desactivar sus problemas de violencia extrema?
Se han hecho cosas buenas, cosas importantes, como la nueva Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, que es una ley maravillosa. Ahora, aplicarla en la realidad es otra cosa, porque los terratenientes no quieren soltar lo que usurparon, y tienen toda clase de matones para evitarlo. Ya han matado a algunos que lograron que les restituyeran las tierras. Entonces, una cosa es hacer leyes buenas en Bogotá, y otra cosas es ir al campo y ver cómo funciona este país.
Pero incluso en esa lectura el Estado y el gobierno salen bien parados, que no es poco.
El Estado colombiano, en general, está haciendo lo que tiene que hacer; el problema son los gamonales, esos políticos de pueblo, esos terratenientes, esos ganaderos… toda una clase que se ha enriquecido con la guerra, que financió a los paramilitares, y que ahora no está dispuesta a ceder. No es fácil entender Colombia; es un país muy complicado.