La primera vez que supe de las fotografías fue porque el protagonista de esta historia intentó vendérmelas en un bar del paseo El Carmen, la zona viva de la ciudad de Santa Tecla, La Libertad, El Salvador. De eso hace más de un año.
—Aquí hay historia, compa. ¿Cuánto me da por estas?
Little Scrappy esparció las fotografías sobre la pequeña mesa de vidrio y estas cayeron con la contundencia con la que cae cualquier sorpresa. El mesero abrió los ojos, tan grandes como los míos, puso las cervezas a un lado de las fotos y regresó a la barra.
Little Scrappy sabía que esas imágenes llamarían la atención de cualquiera; pero, sobre todo, la mía. Tomó una cerveza con su mano izquierda y le pegó un trago. Devolvió el envase a la mesa y me dio una palmada en el hombro izquierdo.
—¿Son pija de fotos veá, compa?
Luego les puso un precio, según él, simbólico.
—Deme 200 varos, compa, y son suyas.
Luego intentó seducirme:
—Mire que no se las vendo a cualquiera, sino a quien yo sé que las va a saber apreciar y cuidar.
***
31 de julio de 2012. Acera del Gran Hotel Sula. San Pedro Sula, Honduras. Diez de la mañana. Sobre la acera, una niña de unos trece años se pasea moviendo las caderas y las piernas. Lleva una pequeña falda negra que deja ver su ombligo. Al otro lado de la calle, sentados bajo la sombra de un árbol, un grupo de hombres, algunos ya ancianos, no dejan de mirarla.
Little Scrappy pasa en medio de ese grupo. Cruza la calle, se acerca. Nos damos un apretón de manos, nos damos un abrazo.
Después de los saludos vamos al grano. Yo quiero ver las fotos; él, venderlas.
—¿Trajiste las fotos?
Él las ha olvidado en casa.
La casa de Little Scrappy es una casa de pobres. Es un pequeño cuadrado con dos habitaciones. En la primera hay un sillón, una mesa, cuatro sillas, una cocina, un refrigerador y el fregadero. Apretujados. En la segunda, una pequeña regadera con retrete a un lado, una cama, una cuna, un armario y, encima del armario, un televisor viejo y de perilla.
Aquí son contadas las fotografías que hay colgadas en la pared. Apenas tres. Están en el dormitorio, que comparte con su mujer y sus dos hijos. En una de las fotos aparece un Little Scrappy niño: cachetón, ojos claros, pelirrubio, careto. Su hijo Vladimir, hoy de año y medio, se le parece. La otra fotografía es del rostro lacónico del Che Guevara. La tercera es del Little Scrappy de hace diez años: más joven, más delgado. Lleva una camisa manga larga (de botones, le tapa los tatuajes que tenía en las muñecas) y un pantalón de vestir café. Posa como si todavía fuera un homie de respeto: mirada altiva, brazos entrecruzados, el pie izquierdo recto y el derecho hacia afuera. Si sus piernas fueran las manecillas de un reloj, marcaría las 6 con 35. Para la época en que se tomó esa foto, él ya se había alejado de la pandilla Barrio 18. Little Scrappy observa y dice:
—¿Ya vio la mirada de furioso que tenía, compa?
Little Scrappy tiene mala memoria. Hace tres años, por indicaciones suyas, conocí esa mirada: la de uno de los más fieros pandilleros del centro de San Pedro Sula. Está inmortalizada en el minuto dos de un documental sobre pandillas que divulgó Discovery Channel en 2009. Hace doce años, un camarógrafo trepó los muros de la penitenciaría Marco Aurelio Soto, en la región de Támara, ubicada a cuarenta y cinco minutos de la capital de Honduras. El camarógrafo apuntó a un grupo de reos en el sector de Casa Blanca. Hoy ese sector alberga a los líderes del crimen organizado, pero entonces era para los pandilleros del Barrio 18. Los reos miran a la cámara y le hacen señas: rifan el barrio. Discovery Channel recopiló ese material y lo difundió en un documental para que los 6.2 millones de visitantes que lo hemos visto intentemos descifrar el mensaje que hacen con las manos Little Scrappy y sus compañeros. Y sí, su mirada era furiosa, como él mismo dice. Aunque suene trillado, es una mirada que todavía hoy, al verla, intimida.
Salimos de la casa. Es imposible ver las fotos frente a Isabel, su mujer, porque esas imágenes la descomponen. Hace muchos años ella también fue pandillera, y recordar el pasado le da fuertes dolores de cabeza.
Paramos un microbús en la esquina de la cuadra y, antes de abordar, Little Scrappy estira el cuello para analizar, desde afuera, a los pasajeros. Es un escaneo fugaz, casi imperceptible. Adentro de la unidad van tres jóvenes, el conductor y cuatro mujeres.
—Es seguro, compa. Súbase.
Little Scrappy de verdad que tiene mala memoria. O a lo mejor me mintió hace tres años. Cuando lo conocí, en su casa, me dijo que ya no le tenía miedo a la calle. Él es un peseta, y para los pandilleros él es un traidor. Ya se borró los tatuajes que cargaba en el dorso de las muñecas. Ahora lleva ahí unas cicatrices voluptuosas: unas protuberancias de carne lisa, brillosa. Serían impolutas si no fuera por las pequeñas salpicaduras de tinta que sobrevivieron al químico con el que le borraron la mayor parte de los tatuajes. El del cuello desapareció, y está «a una sesión» de borrarse el tatuaje más grande: un «XV3» que inicia desde el ombligo y termina debajo del pecho. Eso lo emociona.
Hoy entiendo que él reconoce el miedo. Sabe que en cualquier momento algún pandillero de la Mara Salvatrucha o del mismo Barrio 18 se le puede cruzar en la calle y reclamarle por su pasado. Cree que es muy difícil que las nuevas generaciones guarden respeto por los méritos que alguna vez cosechó. En su mejor época fue discípulo de las cuatro clicas más importantes del Barrio 18 de Honduras. Se codeó con los principales palabreros del país, aprendió de ellos y, si no se hubiera salido, quizá y hasta hubiera logrado que su clica, la Santana Locos, se convirtiera en una quinta clica con poder. Pero Little Scrappy se salió, y en el mundo de las pandillas, la parábola del sembrador solo funciona si se continúa siendo un miembro activo. O al menos esa es la norma. Las excepciones son muy contadas, y por eso predomina aquella que dicta que un pandillero lo es hasta la muerte, o es un traidor que merece la muerte porque se alejó del barrio o vendió al barrio con la Policía.
—Si veo algo sospechoso o siento una mala vibra, no me subo. Viera que feo, compa, eso de sentir la mala vibra. Uno que ya estuvo metido en pedos lo siente en el ambiente. Dan escalofríos.
El microbús regresa hasta al parque central de la ciudad. Caminamos un par de cuadras y llegamos a mi hotel. En esta ciudad, la más violenta del mundo por su tasa de homicidios, Little Scrappy no se atreve a soltar esas fotos en ninguna mesa de ningún restaurante. Eso llamaría la atención, podría traerle consecuencias.
Cerramos la puerta con llave.
***
Las fotografías están ligeramente ordenadas sobre la cama. Su dueño las ha colocado según la importancia que tienen para él. Forman tres columnas y parecen las pistas que algún policía recopiló durante una investigación para determinar la estructura de una organización criminal. En la primera columna, la de la izquierda, están las fotografías de aquellos que alguna vez fueron importantes líderes de la pandilla Barrio 18 en Honduras. Posan para una cámara que el dueño de esta historia y de estos retratos logró colar cuando él también estuvo encerrado junto con ellos, en el penal de Támara, aquel en donde una cadena de televisión internacional inmortalizó su mirada furiosa.
La segunda columna, la del centro, es una colección de imágenes de sus homies más cercanos en la pandilla. Fueron sus amigos. Sus confidentes, sus hermanos. Fueron sus soldados. Él hizo a la mayoría, él contó los dieciocho segundos para la mayoría, cuando ellos se brincaron en la clica que él dirigió: la Santana Locos de San Pedro Sula. Han transcurrido tres lustros desde aquellos ritos de iniciación.
Es importante que recalque algo: de los veintiún jóvenes tatuados que aparecen en esas fotografías, solo él continúa con vida.
La tercera columna es una colección más íntima, más personal. La mayoría son fotos en las que su dueño, entonces más joven, más delgado, más pandillero, posa ora sin camisa, ora con una camisa desmangada, ora con una camisa blanca y de botones. En todas rifa el Barrio 18. Con una mano, con las dos, hincado, sentado, de pie; con el pelo rapado, con el pelo abultado,… En todas tiene la mirada furiosa, la mirada furiosa, la mirada furiosa.
Destacan en esa columna dos fotos amarillentas, escandalosamente más añejas que las demás. Llaman la atención porque están más gastadas y porque no fueron tomadas en Honduras. El hombre que aparece en esas fotos posa en alguna calle de Los Ángeles, California, Estados Unidos. Su nombre era René Chévez, El Rana. Sin quererlo, ese hombre —que parece más un aficionado a la halterofilia que un pandillero tumbado— es la razón principal por la cual esta historia tiene un principio.
—Este es mi tío, mire, compa. Este es El Rana. ¿Se acuerda que le hablé de él?
Ese bato cholo, pandillero de la 7 & Broadway, lleva gafas oscuras y una camisa blanca a la que le cortó las mangas. «Santa Monica Beach, California», se lee en la camisa. Los músculos están perfectamente definidos. El pelo va engominado hacia atrás. En la
foto no se distingue, pero en el cuello, de la nuca hacia abajo, ese hombre lleva un tatuaje. Es un «eigthteen with a bullet», la frase que inmortalizó Pete Wingfield en 1975, en la canción con el mismo nombre. Es un oldie en el mundo del Barrio 18.
El cuarto se inunda con un chillido agudo y forzado que sale de los labios de Little Scrappy. Menea la cabeza hacia adelante y hacia atrás: « Do, do, do, do, do, do-do-do-do… I’m eighteen with a bullet…».
—¿De verdad no la ha escuchado, compa?
Por curioso que parezca, esa canción no se la enseñó su tío, como tampoco aprendió de él la cultura y costumbres de la pandilla. Eso sí, fue por René Chévez, El Rana, que Little Scrappy terminó convirtiéndose en pandillero del Barrio 18.
***
Little Scrappy revuelve las fotografías que hay sobre la cama y las tres columnas se desordenan. Él lo hace como para confirmar aquello que desde siempre ha sabido:
—No, compa. De mi primer maestro, pues, el primero que me enseñó a sobrevivir en las calles, no tengo ninguna fotografía.
El de Little Scrappy fue un caso típico. Su padre, un narcomenudista de San Pedro Sula, y su madre, una mujer cansada de las desventuras de su marido, migraron, por separado, hacia los Estados Unidos. Él y su hermana se quedaron a vivir en casa de la abuela. Vivía de las remesas, viajaba en microbús escolar, pero al llegar a casa se sentía solo. Era un niño de doce años que odiaba el mundo y no sabía la razón. A esa edad comenzaron las fugas, las idas al centro de maquinitas y a los cines del centro de la ciudad. Little Scrappy era aficionado al Mortal Kombat y a las películas de guerra. Cuando la bisabuela Rosa supo de sus malandanzas, cortó sus fondos. En represalia, Little Scrappy robó a la bisabuela las ganancias de la venta de pollos asados que administraba la familia. La bisabuela lo metió en un reformatorio.
Si hay dudas sobre la veracidad de la vida de Little Scrappy —el último Santana Locos con vida—, valdría la pena ir a revisar los archivos del año 1995 del centro de readaptación de menores El Carmen, ubicado en las afueras de San Pedro Sula. Fue ahí, en medio de cuartos como calabozos, pasillos húmedos y salones grises, que Little Scrappy conoció a su primer amigo del Barrio 18: «el homie Puñalito».
Puñalito era un ladrón juvenil que asaltaba en el centro de la ciudad. Esa era su cancha principal. Era conocido con ese nombre porque a aquellos que se oponían al asalto les hundía un puñal. Esa era la fama que se había creado él mismo. Bien pudo haberse llamado Scarface. «Tenía una cicatriz que le cruzaba el lado derecho de la cara», dice Little Scrappy, mientras se pasa el dedo índice por la mejilla. El Puñalito era originario de la colonia La Pradera, que para 1995 era el comienzo o el final de una calle que atravesaba cuatro territorios en disputa por la Mara Salvatrucha y el Barrio 18.
En el reformatorio, Puñalito le enseñó a su discípulo a fumar marihuana, a traficar con cigarrillos y a pelearse a puño limpio con aquellos que le faltaban el respeto. El pequeño Little Scrappy, el niño que encontró en un delincuente juvenil una sombra en la cual cobijarse, dice que Puñalito vio en él algo y por eso lo protegió. ¿Habrá sido lástima? La primera noche que durmió en el reformatorio, en la habitación en la que dormía Puñalito, este lo acribilló con una ráfaga de preguntas sobre su procedencia, sobre sus fechorías. En medio de la noche, aquel niño atemorizado le confesó que estaba ahí porque su abuela lo había delatado, y fue cuando escuchó una advertencia. « Esta es una casa de lobos, y si usted no se pone pilas, compa, se lo van a devorar. ¡Cambie esa historia, compa!», le dijo. Quién sabe qué vio en Little Scrappy, pero lo cierto es que lo convirtió en su primo: un asaltante de casas profesional. Tres meses después, ambos se fugaron del reformatorio y se fueron a vivir a la colonia La Pradera, territorio del Barrio 18, la cabeza o la cola de una calle que atravesaba cuatro colonias infestadas de pandilleros.
Little Scrappy no duró mucho tiempo ahí.
Al cierre de ese 1995, cerca de las festividades navideñas, Little Scrappy extrañó a su familia. El 22 de diciembre se despidió de Puñalito y regresó a casa. El Rana, su tío, llegó seis meses después.
***
En el cuarto de hotel, el aire acondicionado brama. O más bien parece que agoniza. Dieciséis grados y aquí se suda como en un baño sauna. Los vasos llenos con café granizado escurren gotas de agua sobre el taburete que hemos colocado como mesa de entrevistas. En un lado está sentado LittleScrappy. Las columnas de fotos sobre la cama han desaparecido, y de entre ese charco de imágenes revueltas saca las dos fotos que le quedan de El Rana, su tío.
—¿Era 7 & Broadway?
—Angelino. Lo deportaron porque se volvió peseta.
—¿Por qué se salió?
Little Scrappy me habla a mí pero en realidad mira a su tío.
—El me contó que traficaba droga para el Barrio, pero la Policía le tendió una trampa con unos compradores ficticios. La cosa es que el Barrio le cobró el precio de la droga que perdió, y como no podía pagar…
—¿Lo amenazaron de muerte?
—Es correcto, compa. Entonces pidió protección a la Policía y luego lo deportaron.
El Rana , de vuelta en San Pedro Sula, se convirtió en el padre que Little Scrappy nunca tuvo.
***
Sunseri se llama la colonia en la que creció Little Scrappy. Hoy es un laberinto de pasajes amplios con calles polvorientas en la zona urbana de la ciudad. Es una de las principales canchas de la Mara Salvatrucha, y en el último año, según la Policía, la principal plaza del narcomenudeo. Hoy día, incluso frente a la posta policial de la colonia, pueden encontrarse distribuidores de droga, y la Policía es solamente un testigo cómplice del movimiento de la cocaína y el crack. Hace dieciséis años, ese reinado de la MS en la Sunseri apenas iniciaba.
Para esa época Little Scrappy fumaba mucha marihuana. En el día pelaba plátanos verdes en el negocio de su abuela, y en la noche se gastaba la paga fumando con los pandilleros de la Mara Salvatrucha que controlaban ese sector. Que lo controlaran no era algo extraño. Esos jóvenes habían nacido ahí y eran los amigos de infancia de Little Scrappy. Pero aún y con toda esa cercanía, él jamás se atrevió a contarles a ellos, los MS, de su pequeña aventura con Puñalito y los dieciocheros de la colonia La Pradera. Él no quería meterse en pedos. Y como nunca se le había ocurrido ser pandillero, él creía que su paso por La Pradera de Puñalito había sido solo un episodio forzado por las circunstancias. No había nada que atara a Little Scrappy con el Barrio 18, ni siquiera la llegada de su tío, El Rana, un dieciochero recién deportado de los Estados Unidos.
Cuando El Rana llegó a la colonia de Little Scrappy, y se enteró que su sobrino fumaba marihuana junto a los MS, lo reprendió. Pero no porque se reuniera con la pandilla rival ni porque temiera que su sobrino terminaría convirtiéndose en un MS. A El Rana le molestaba que su sobrino tuviera vicios. Luego, con el paso del tiempo, le molestó también la fijación que su sobrino tenía con sus tatuajes, con su propia historia pandilleril. Era una fijación hacia el Barrio 18. Por eso, cuando Little Scrappy le contó de su pequeño episodio en la pandilla de su amigo Puñalito, El Rana lo reprendió de nuevo. Le dijo que así como la pandilla abraza a sus miembros con fuertes lazos de hermandad, los obliga a hacer cosas de las que cualquiera se arrepiente… y los extermina con la misma fuerza. El Rana le dijo a su sobrino que si no fuera por sus tatuajes, aquellos que un día le dieron orgullo, él no tendría nada que temer. Los tatuajes lo delataban. Pero Little Scrappy no entendía de qué carajos le hablaba, sobre todo porque El Rana salía a la calle con una camisa desmangada, los músculos definidos, los tatuajes en franca y abierta exposición. Una calzoneta tumbada, tela de jeans; una bandana azul colgando de la bolsa trasera. Medias blancas hasta las pantorrillas y unos pulcros nike cortés en los pies. «Bien friendly él. Lo hubiera visto, compa». Bien friendly El Rana con sus tatuajes del Barrio en territorio de la MS, rodeado por emeeses.
Little Scrappy no entendía que pese a las poses, en el fondo, El Rana tenía miedo.
***
Little Scrappy se levanta de la silla. Camina al baño, se moja la cara. Regresa, se sienta. Toma un sorbo del café granizado, que a estas alturas es un café helado, nada más. Dice que está feo, que ya no se lo va a tomar.
—¿Cómo murió El Rana?
—A eso voy, compa.
Una tarde, los amigos con los que Little Scrappy fumaba marihuana llegaron hasta la venta de pollos rostizados de la colonia Sunseri.
Llegaron a picar a El Rana.
—Oiga, René: ¿la Mara para y controla, verdad panocho? —le dijo uno.
El Rana respondió un «sí, sí» con la cara agachada y eso llamó la atención de su sobrino. Era la primera vez que miraba a su tío bajando la mirada. Era la primera vez que lo miraba intimidado, con miedo. Esa tarde, mientras El Rana levantaba pesas en el patio de la casa, quiso salir de dudas.
—¿Qué es eso de panocho, tío? ¿Esa es la pandilla de la que usted era?
—¡No seas pendejo! —le respondió—. Eso es un insulto para el Barrio 18.
El Rana sabía que las cosas no terminarían ahí.
Había en la colonia Sunseri un deportado de la Mara Salvatrucha al que le decían El Maldito. Era el hijo de uno de los vecinos más respetados de la colonia, cuya familia administraba una ferretería.
Como era lo más natural, El Maldito supo de El Rana y una noche lo enfrentó en el negocio de la bisabuela. Iba adentro de un Datsun escarlata cuando le gritó: «Where are you from!?». Little Scrappy recuerda muy bien cómo terminó esa discusión.El Maldito le mostró a su tío una pistola y le dio una advertencia: en San Pedro Sula las cosas no funcionaban como en Estados Unidos. El Rana le respondió diciéndole que no se preocupara, que si le molestaba su presencia, él se largaría de la Sunseri.
Al cabo de unas semanas, el cuerpo agonizante de El Rana fue encontrado en el asiento trasero de un Datsun color escarlata estrellado en un tramo del bulevar. Tenía la cabeza destrozada pero los golpes no habían sido provocados por el accidente. Al Rana le habían pegado con un objeto contundente. «Como con un bate», recuerda Little Scrappy que dijo uno de los doctores. En el Catarino, el hospital público de la ciudad, le dijeron a la familia que René Chévez tenía un diez por ciento de probabilidades de sobrevivir.
En el cuarto del hospital, Little Scrappy apretó la mano derecha de su tío que agonizaba, y juró venganza.
—Le dije: «Basuras, tío. ¡Basuras! En tu nombre voy a ser mejor que vos para vengarme del maldito que te hizo esto».
Aquel que nunca conoció a un padre, cuando por fin tuvo uno, la MS se lo quitó. Para siempre.
Aquella noche, Little Scrappy se marchó de la colonia Sunseri y se dirigió hasta el final del camino, hasta la colonia Pradera, hasta el refugio que había conocido meses atrás gracias a Puñalito. En contra de los consejos de su tío, iba decidido a brincarse al Barrio 18.
—Quiero brincarme para vengar la muerte de mi tío…
Solo eso alcanzó a decir, porque otro pandillero lo detuvo en el acto.
—¡Ni pija! ¡Vos sos peseta, mierda seca, basura! Este vive con los MS, allá en la Sunseri… Allá lo hemos visto cerca de una venta de pollos… Dale gracias a Dios que no te matamos, ¡basura!
En el mundo de las pandillas, un joven que viva en un sector que domina el bando contrario es blanco de todas las sospechas. Por eso le quitaron la mochila y las zapatillas tenis. Lo asaltaron, lo escupieron con fuerza y sin oportunidad para dar explicaciones.
Creyeron que era un soplón.
Esa noche, ya muy noche, Little Scrappy se sintió solo y completamente derrotado.
Una semana después, regresó a La Pradera. No solo llegó con toda su ropa, sino también llevó más lágrimas y más rabia en los ojos. También se llevó las fotografías de su tío —estas que ahora ocupan el centro de la mesa, en este pequeño cuarto de hotel—. Esas fotos iban a permitirle comprobar su filiación al Barrio. Pero él pensó, por primera vez como pandillero, que había algo más que a los dieciocho de La Pradera les importaría. Y para eso también iba preparado. Les sirvió en bandeja la ubicación de la cancha de los MS en la colonia Sunseri. Él, mejor que nadie, la conocía, porque a ese lugar iba a fumar marihuana todas las noches.
Los dieciocheros de La Pradera se tardaron dos días en confirmar su historia. Llamaron a los líderes de la clica Hollywood Gangster de la colonia La Planeta, en aquel entonces una de las cuatro más importantes de San Pedro Sula. Esos líderes, que también habían pasado por California, recordaron a El Rana y autorizaron que su sobrino se brincara en la Santana Locos.
***
Se ríe el protagonista de esta historia al recordar su pasado «friendly». Se ríe y ladea la cara hacia la derecha. Es apenas un intento fallido para mitigar la pena que lo sonroja. Little Scrappy, cuando entró a la pandilla, no se llamaba así. Esa es solo la última de sus tres tacas. Su primer alias fue El Peluche, en honor a su fisionomía: era bajito, rubio, ojos verdes, ropa de marca, siempre bien oloroso. En La Pradera las chicas siempre preguntaban por él. Esa su fama de Don Juan Barrio 18 incluso alcanzó a su mujer, Isabel, que lo conoció cuando ambos habían dejado las pandillas. «Era terrible», me dijo ella en una ocasión, hace tres años.
Desde que entró al Barrio, Little Scrappy demostró que quería dejar huella. Su ascenso meteórico se explica porque, durante su primer año, participó en muchas pegadas, porque era un gatillero por naturaleza. Su misión era impulsada, dice ahora, 16 años después, por la venganza. Quería llevarse a la tumba a cuantos MS pudiera. Los odiaba por haberle quitado aquello que él más quería.
Las fotos que hablan del liderato de Little Scrappy en la Santana Locos son pocas: cinco en total. En una de ellas posa con camisa floja, negra, de las de fútbol americano, con un 18 blanco estampado en el frente. Gorra hacia atrás, la mirada furiosa, la mano derecha rifa el barrio y la izquierda luce un número 8 tatuado en el dorso.
Cuando fue un líder aguerrido —a los diecisiete años— y quería matar a sus enemigos, en más de una ocasión Little Scrappy se escondió ese tatuaje metiéndose la mano en la bolsa del pantalón y, sin pudor, se atrevió a rifar el barrio de la pandilla contraria.
—…Entonces llegaba a una esquina y gritaba, para despistar: «¡La mara para y controla!». Y hacía la garra, y enseñaba el número 1 que tenía tatuado en el dorso de la mano derecha…
Little Scrappy se para, dramatiza, el cuarto por fin se ha enfriado.
—Los vatos esperaban que del otro sacara el número 3, pero yo les sacaba una pistola .358.
***
Era de noche cuando un pandillero del Barrio se acercó a saludar a tres jóvenes que departían en una de las esquinas de la colonia La Luciana. Hace quince años, La Luciana era uno de los sectores en disputa entre la MS y el Barrio 18. Era un territorio fronterizo con La Pradera. Los tres jóvenes, tres MS, fumaban hierba.
El Peluche iba bravo por el alcohol que recién había tragado. Unas horas antes, junto con dos escoltas, habían asaltado una joyería, y la cadena de oro que le colgaba del cuello era un trofeo de ese atraco. Llevaban en un vehículo unos 50 mil lempiras. Desde el interior de ese vehículo, parqueado a la orilla de la calle, El Duende y El Neta vigilaban los pasos de El Peluche, su palabrero.
El Peluche, para esa época, ya tenía tatuado un 18 color negro debajo de la tetilla derecha. En el dorso de la muñeca izquierda cargaba un 8 estilo gótico, y en la derecha, el 1 que completaba el combo.
—¡La Mara Salvatrucha para y controla! —gritó El Peluche, y alzó una garra, mostrando el tatuaje de su mano derecha.
La izquierda la dejó escondida en la bolsa delantera del pantalón.
—¡Simón! ¡La Mara! Pásele compa —respondió uno de los sujetos, que estaba hincado fumando, y no imaginaba lo que se le venía encima.
El Peluche tampoco imaginaba lo que se le vendría encima.
***
Dice el protagonista de esta historia que los disparos de un fusil AK-47 pueden imitarse de tres manera distintas. En el primer tiempo, en ráfagas de tres disparos, el fusil suena más o menos así:
—¡Papapá! ¡Papapá! ¡Papapá!
En el segundo tiempo, en ráfagas de seis disparos, cambian las sílabas y la entonación es más pausada y menos escandalosa:
—Piku-piku-piku-piku-piku-piku. Piku-piku-piku-piku-piku-piku.
En el tercer tiempo, el recuerdo de una AK-47 en acción atropella las sílabas y le hace golpear la lengua contra los dientes superiores a una velocidad pasmosa.
—¡Trrrrrrrrrrrr! ¡Trrrrrrrrrrr! ¡Trrrrrrrrrrrr!
Little Scrappy toma una de las fotografías de la columna del centro y la contempla con nostalgia. En la fotografía aparece un joven posando de espaldas a la cámara y sin camisa. Es una espalda muy joven. Unos brazos muy de niño, una cabeza muy pequeña. Debajo de la nuca, en letras góticas y gruesas, ese joven tiene tatuado un «Eighteen» más verde que negro. En el costado derecho del torso, sobresale un escorpión que pareciera querer irse a explorar el vientre y el ombligo de su dueño.
¿Cómo se forja una amistad? ¿Qué hay que hacer para que un amigo sea considerado un hermano? Little Scrappy cree que la respuesta está en aquellos que son capaces de dar la vida por el otro. Ese de la fotografía, el homie Duende, era de esos.
Little Scrappy revuelve de nuevo las fotografías que hay sobre la cama. Ya no hay rastros de columnas, y con cada foto que toma en sus manos se le escapa alguna pequeña historia de los fotografiados. Sonríe, recuerda, piensa algo, se enoja, se lamenta.
—Creo que tenía otra del homie Duende, donde se le miraba la cara, pero no la encuentro. Es que ha pasado tanto tiempo… algunas se me han perdido...
El Duende y El Peluche se habían hecho camaradas porque, aunque El Duende respondía a una clica de otro sector –la Columbia Little Psycho—, su familia y su residencia estaban en La Pradera, la colonia en donde se brincó El Peluche, la colonia que, por sus méritos, por gatillero, por asesino de MS, terminó controlando.
El homie Neta, el tercero en aquella misión suicida, fue uno de los primeros soldados fieles a El Peluche. También era oriundo de La Pradera.
Después de que El Peluche rifó la Mara a los tres MS que fumaban hierba, se sacó de la espalda una pistola .358 y la descargó en el pecho y en la cara de dos de sus tres víctimas. El tercero, que tenía el puro en la boca, corrió despavorido, y hasta la fecha no se sabe si habrá sobrevivido. Él le disparaba, pero también le disparaban El Duende y Neta, que al observar los movimientos de su líder salieron para imitarlo.
Lo que ninguno de los tres se esperaba es que otro MS, El Oso, un veterano en silla de ruedas, saliera desde la otra esquina armado con un fusil AK-47.
—¡Papapá! ¡Papapá! ¡Papapá!
***
Si algo enorgullecía en esa época a El Peluche era poder pavonearse con sus soldados, diciéndoles que había recorrido todos los territorios enemigos que rodeaban a La Pradera. Aquella noche, sin embargo, esa osadía le pasó factura.
Se alejó de la calle principal y se metió en un lugar en el que nunca antes había estado. Dirigidos por él, los otros dos pandilleros huyeron de las balas enemigas y se refugiaron en un pasaje sin salida. Acorralados, escondidos entre un carro y un muro de concreto, escuchaban cómo allá abajo, en la entrada del pasaje, poco a poco iba formándose una muchedumbre que exigía sus cabezas.
Preso de la desesperación, El Duende se subió al techo del vehículo y brincó al muro. Se convirtió en un gato y en cuestión de segundos ya estaba del otro lado. La muchedumbre lo vio, y desde lejos bañaron el muro con disparos. Tronaban la AK-47, pistolas y escopetas. El Peluche intentó lo mismo que El Duende pero por su tamaño se le hizo más difícil. Mientras brincaba del carro al muro, podía escuchar las balas que le zumbaban en el oído. Veía a su lado cómo estas despeñicaban el cemento. Luego sintió que algo caliente lo golpeó en la espalda baja. Cuando logró cruzar sintió un escalofrío, se tocó allá adónde le dolía y se descubrió manchado con sangre. Mientras, al otro lado del muro, El Neta moría entre el tronar de las balas y sus propios gritos desesperados. Murió parapetado, solo, acorralado. El Peluche se imaginó brincando el muro de regreso y disparando en caída libre para rescatar a su amigo, pero las piernas ya no le respondían.
Desde el otro lado, los MS intentaban escalar, gritaban que irían «por esos perros». El Duende se echó en hombros a El Peluche, salieron a la calle, detuvieron un taxi y se fueron al hospital. En el trayecto, El Peluche se ahogaba, sin que El Duende se diera cuenta.
—¡Sóplele! ¡Sóplele en la boca! —gritó el taxista.
El Duende resopló en la boca de El Peluche, y allá en la espalda, por el agujero que abrió la bala, salió expulsado un chorro de sangre coagulada.
***
Little Scrappy se ha sentado. Mira con nostalgia las fotografías revueltas que hay sobre la mesa. Mira hacia el suelo. Suspira. Se toca la espalda.
—Ahí cargo la bala todavía, compa. Se me alojó en unas arterias justo debajo del corazón.
Toma con la mano la foto del homie Duende.
—Con él nos reencontramos en Támara…
Hay cincuenta fotografías regadas encima de la cama, desordenadas sobre la mesa, pero esas imágenes no logran contar, por completo, la evolución de El Peluche, el gatillero desenfrenado, hasta Little Scrappy, el pandillero que quería ser el mejor de todos. En resumen, basta decir que él llegó a ser un gran líder, y que como palabrero de la Santana Locos ganó muchos méritos. Estuvo a punto de convertir a su clica en la quinta gran plaza de la 18 en San Pedro Sula. Eso lo enorgullece. Lo cuenta como si estuviera hablando de una corporación empresarial. «Estábamos abriendo una nueva plaza», dice, con un dejo de nostalgia en la mirada.
Pero él quería ser el mejor 18 de todos, y eso pasaba por ceder su puesto a otros. Él sabía que necesitaba crecer en la pandilla, y eso solo lo lograría desde el interior de una cárcel. A finales de la década de los noventas, los pandilleros centroamericanos que caían presos formaron adentro de las cárceles una especie de escuela. Se nutrían del conocimiento de los líderes deportados de Estados Unidos, y de la iniciativa y nuevas reglas de los líderes formados en suelo centroamericano. En San Pedro Sula esa dinámica no era la excepción. Y El Peluche, dos años después de convertirse en palabrero, quiso estar preso, aprendiendo de los más sabios. Por sus habilidades como líder, le asignaron la coordinación física del sector de Casa Blanca, en la cárcel de Támara, aquella en donde Discovery Channel inmortalizó su mirada furiosa. Luego, ascendió y se convirtió, adentro de la cárcel, en el principal comerciante de drogas para el Barrio.
El homie Duende no tenía tanta ambición. Él no quería estar preso, él quería regresar a la calle, y adentro de la cárcel, se aisló. Uno ganaba méritos y el otro era un pandillero del montón.
La penitenciaría de Támara hoy es un amplio complejo en donde conviven pandilleros, los más fieros líderes del crimen organizado de Honduras, delincuentes comunes y pesetas (o pandilleros retirados). Pero en las fotografías de Little Scrappy, Támara es apenas un pequeño patio y un alto muro, coloreado con un inmenso número 18.
Hay tantos rostros en esas fotografías de los pandilleros presos de Támara que por ratos todos ellos parecieran ser la misma persona, el mismo rostro, la misma mirada furiosa. Uno de esos rostros es el del homie Bad Boy, quien fuera, en vida, palabrero de la Colonia Planeta, hoy la principal cancha del Barrio 18 en toda Honduras. Fue Bad Boy quien autorizó que El Peluche se convirtiera en pandillero, luego de reconocer a El Rana en un par de fotografías. Bad Boy también se había formado en Los Ángeles y había conocido, allá, los méritos de El Rana.
Ambos se reencontraron en Támara y Bad Boy le dio clecha y también su segunda taca: El Peluche se convirtió en Teddy. A cambio, Teddy se lo agradeció haciéndose su enfermero personal. Bad Boy padecía tuberculosis. Por eso en las fotografías él es el único rostro disonante: aparece consumido, esquelético, como acabado.
—¿Qué fue de Bad Boy?
—Murió en la carretera hacia Tegucigalpa…
En un intento de fuga, en la carretera que de Támara conduce a Tegucigalpa, la ambulancia que transportaba a Bad Boy se volcó.
—¿Y qué fue de El Duende?
—Cuando salí de Támara, él quedó ahí. Después supe que viajó a Los Ángeles, regresó, y terminó viviendo en La Planeta. Dicen que se convirtió en el palabrero de la Planeta. Supe que me anduvo buscando, que quería hablar conmigo. Me hubiera gustado, pero no tuve el valor…
Little Scrappy, retirado de las pandillas, le temía a aquel que fue su gran amigo.
El Duende cayó acribillado por la Policía en un enfrentamiento en la colonia La Planeta, el 24 de mayo de 2011. Junto a él murieron seis sujetos más. Su nombre era Bryan Gilberto Alcerro. Tras su muerte, el presidente de Honduras, Pepe Lobo, declaró a La Planeta como una colonia «libre de pandillas».
***
Little Scrappy ya no quiere hablar de nada. Le ha caído una migraña. Dice que siempre que recuerda su pasado, durante tanto tiempo, le causa el mismo efecto. Han pasado ocho horas desde que empezamos a ver las fotografías y me pregunta si ya vamos a terminar.
Me detengo en una sola fotografía y le pido que me confirme si ellos son quienes yo creo. La fotografía nos obligan regresar a Támara.
Si la historia de este expandillero inicia con la muerte de El Rana, su tío, aquel bajado de Los Ángeles que presuntamente fue asesinado por la Mara Salvatrucha, la misma historia termina con los dos personajes que hay en esta fotografía: El Scrappy y El Shadow. Por el primero alcanzó su máximo grado de respeto dentro de la pandilla; por el segundo, terminó abandonándola.
El Scrappy y El Shadow eran líderes de la clica Shadow Park, una de las cuatro más importantes del Barrio 18 en aquella época. La Santana Locos, a la que pertenecía Little Scrappy, era una hija de estas. Fue una quinta plaza abierta en una ciudad en la que se necesitaban ojos, brazos y armas para conquistar y dominar territorios. El Scrappy y El Shadow también fueron deportados y no pasó mucho tiempo para que cayeran presos en San Pedro Sula. Con los movimientos carcelarios de inicios del nuevo siglo —y que buscaban evitar masacres entre los reos de la Mara Salvatrucha y el Barrio 18— esos dos veteranos recalaron en Támara, donde se volvieron a juntar con su discípulo.
Su reencuentro coincidió con los desencuentros en la pandilla Barrio 18. En esos años, mientras los líderes que venían de Estados Unidos pedían a sus homies calma, planificación, estrategia para realizar un golpe en contra de la Mara Salvatrucha — acostumbrados a una Policía más investigativa, que los obligaba en Estados Unidos a matar solo si era absolutamente necesario—, los líderes locales los acusaban de cobardes, de no tener huevos, de tenerle miedo a las batallas donde mandaba más la fiereza, las ganas de pelear, el arrojo más que la pausa y la planificación. El cisma provocó enfrentamientos y traiciones.
Y una de estas traiciones llegó hasta El Shadow. Se le presentó como la gran familia que terminó traicionándolo. Para Little Scrappy aquello que alguna vez le advirtió su tío, René Chévez, El Rana, cobró sentido. En el penal de Támara, sus propios homies de la 18 asesinaron a El Shadow. Los que se oponían a la clecha, la calma y las costumbres de los bajados de Estados Unidos, mandaron un mensaje.
El 6 de noviembre del año 2000, El Shadow se levantó con un dolor en el estómago.
—Traeme agua —dijo a Little Scrappy.
El Shadow se la empinó y después cayó al suelo, restregándose contra el piso de cemento.
Little Scrappy aún no sabe si el veneno con el que lo mataron iba en el agua o en el vaso con chicha que le estuvieron rellenando a El Shadow, mientras departía en una pequeña fiesta que se celebró la noche anterior.
—¡Me mataron! —gritó El Shadow antes de ahogarse en su propio vómito.
Murió en los brazos de Little Scrappy, en una celda del sector Casa Blanca, en Támara.
En una de las fotografías de esa época, Little Scrappy posa frente a un placazo conmemorativo, pintado en una pared de la cárcel, en honor a ese que fue uno de sus últimos maestros.
***
El Scrappy quizá corrió una peor suerte que El Shadow. Pero antes de separarse maestro y aprendiz, El Scrappy le dio su último placazo a nuestro protagonista. Hacían juntos rutinas de ejercicios, uno le transmitía al otro la historia angelina de la pandilla y le enseñaba los oldies como la canción Eighteen with a bullet.
Cuando El Scrappy creyó que su discípulo había ganado suficientes méritos, le ofreció un tatuaje. La noticia, en la cárcel, fue una sensación. Sobre todo porque El Scrappy era considerado como un carnicero tatuador: tatuaba con unas puntas hechizas, diseñadas por él, que penetraban hondo en la carne. Teddy aceptó, y a partir de ese momento dejó de llamarse así. Evolucionó a Little Scrappy, el hombre que se dejó tatuar por un carnicero un inmenso XV3 que le baja del pecho hasta el ombligo. Es la tinta que está a una sesión con rayos láser para desaparecer de su cuerpo.
Little Scrappy dejó el penal de Támara a finales de 2001. Su salida de la pandilla fue una de esas conversiones extremas. De ser uno de los referentes más importantes en San Pedro Sula, con una docena de rivales asesinados como mérito, lo dejó todo y se convirtió en un desertor. Se convirtió en un peseta. Incidieron en su cambio los ruegos de su padre, Graco Joel, un exnarcomenudista que reapareció en su vida luego de muchos años de abandono. Cuando Little Scrappy era un niño, Graco Joel se fue hacia Estados Unidos. Allá dejó el negocio de las drogas porque se convirtió en un ferviente evangélico. Años después regresó a Honduras, convencido de que su misión en la vida era rescatar a su hijo. Lo intentó durante cinco años, y lo consiguió hasta el sexto. Le ayudó a Graco Joel el hecho de que a su hijo, sus propios homies le abrieron los ojos cuando asesinaron a El Shadow.
Un año después de su salida de la prisión, y del Barrio, en Honduras arrancó el Plan cero tolerancia contra las pandillas, durante el gobierno del expresidente Ricardo Maduro. De manera oficial, la Policía incrementó redadas, realizó capturas y desarticuló clicas enteras en San Pedro Sula y Tegucigalpa. Mientras esto ocurría, organizaciones de derechos humanos, familiares de jóvenes pandilleros y hasta una comisionada policial denunciaron una política de exterminio ideada desde el despacho del que fuera, para esa época, ministro de Seguridad de Honduras. Su nombre era Óscar Álvarez.
Little Scrappy también denunció el exterminio y hay una fotografía que lo comprueba. En la imagen hay cuatro hombres encapuchados con pasamontañas de color negro. Es la fotografía de una conferencia, ocurrida en el 2003, en la que Little Scrappy y sus compañeros pedían que las autoridades dejaran de perseguir y de asesinar a los pandilleros retirados de San Pedro Sula.
Justo en el epicentro de esas denuncias, decenas de pandilleros eran trasladados de un centro penal a otro. Pero el problema no era que los trasladaran, sino que las autoridades penitenciarias los metían, indefensos, en jaulas de lobos. A líderes de la 18 los metían en sectores de la MS y viceversa. O encerraban pandilleros junto a reos comunes, conocidos como paisas. En Támara hay reclusos que sobrevivieron a algunas de esas masacres. En uno de esos traslados murió El Scrappy: como una oveja en una jaula llena de emeeses.
En medio de esa coyuntura, dos centros penitenciarios se incendiaron en Honduras: la cárcel de San Pedro Sula y la cárcel de El Porvenir, en la ciudad de La Ceiba, en la costa caribeña del país. Más de 500 reos murieron calcinados. La mayoría eran pandilleros del Barrio 18. Muchos eran amigos de Little Scrappy.
***
Little Scrappy se levanta de la silla por última vez. Quien lo viera en estas condiciones, jamás pensaría que este hombre fue uno de los más aguerridos pandilleros de una generación que ha desaparecido por completo. Debajo de los ojos se le han formado unas bolsas. Es el cansancio, es la migraña que le produce recordar tanto, y a tantos. Little Scrappy recoge las fotografías que hay en la mesa y ahora recoge las que hay regadas en la cama. De pie, las mira con melancolía. Se detiene en una, en la que hay un grupo de pandilleros que forman una fila, arropados por un gigantesco 18 pintado en un muro alto de la cárcel de Támara. Menciona los nombres de los que posan para la cámara.
—Aquí esta Caballo, Scrach, Demente, Ganya, El Scott, Payaso, Bad Boy, Spidey, Sonkey, Duende Colombia, Little Brown, Pájaro, Big Pájaro, El Bestia, Sleepy, el homie Snider, homie Curly, Chino Machete, Lágrima, Boxer, El Boss, Landro Boy…
—¿Todos muertos?
—Todos muertos, compa. Así como lo oye.
Little Scrappy guarda las fotografías en un sobre y las coloca sobre la mesa. Quiere venderlas, me pregunta si se las voy a comprar. Me insiste que se las compre.
Después de tanto tiempo, no sé si Little Scrappy ahora está mejor o peor que cuando fue pandillero. Siempre que nos hemos visto, en los últimos tres años, lo he encontrado en malas condiciones. Es un tipo que no tiene trabajo fijo, es un tipo que no tiene como alimentar a su mujer y a sus hijos. Se la pasa abogando por los que son como él, pandilleros retirados en las mismas condiciones en la que está él. Desde 2003 intenta que otros cambien como ha cambiado él. Dirige una organización que sobrevive más por principios que por fines reales. Se llama Generación X. Lo han invitado a conferencias, ha viajado a Europa, pero sigue sin tener un empleo fijo.
En once años ha rehabilitado a muchos y ha visto morir a muchos. Convertidos en expandilleros desarmados, han muerto presas de la que fuera la pandilla rival, la que fuera su clica o en extraños enfrentamientos con la Policía, en donde han caído los expandilleros pero ningún oficial armado.
Hace once años que Little Scrappy dejó la pandilla, y en estos once años se ha dado cuenta de que regresó al punto de inicio. El mundo que lo ha cobijado desde que se salió de la pandilla es exactamente el mismo que dejó cuando decidió brincarse. O quizá hoy está peor. ¿Y contra ese cómo se lucha? Al menos él ha demostrado ser tozudo. Pero a veces ha pensado, como muchos otros, en volver a delinquir. El hambre hace que la tentación sea demasiado poderosa. Al sentirse en aprietos, sin dinero, cuando sus hijos no tienen qué comer, «cuando siente como si el diablo se le mete por dentro», azuzándolo, provocándolo, sale a caminar, y siempre se le ocurre la misma idea loca: buscar compradores para sus fotografías.
Le digo que no puedo comprarle las fotografías, pero que a cambio le ofrezco otro trato.
—Y yo, ¿qué gano con esto? —me pregunta. Y por más que le digo que a lo mejor alguien se interesa en esta historia, en estas fotografías, porque quizá así cambie algo… siempre regresa al punto de inicio. A esa idea loca.
—Vea, hermano, está bien. Pero dígales a sus compas que me compren las fotografías. Que me den algo, aunque sea simbólico. Es que yo estoy hecho pija, compa…
Escrita en agosto de 2012.
Epílogo
Fotografías. Ya nunca volveré a ver la colección de fotografías que quiso venderme el protagonista de esta historia. Al menos me quedo con 300 imágenes que narran la vida de Little Scrappy después de la pandilla. Son imágenes digitalizadas y en ellas hay tres protagonistas: Little Scrappy, su familia, y 80 jóvenes hondureños a los que apoyó cuando estos decidieron alejarse de sus clicas. En la mayoría de las imágenes, Little Scrappy sonríe, pero su sonrisa no parece sincera. Es más bien como la sonrisa forzada -o tímida- de alguien con una mueca en la comisura de los labios y unos ojos que intentan decirle algo al lente. Retarlo. Quién sabe. Estas son meras especulaciones acerca de una sonrisa.
Las únicas fotografías en las que puedo decir, con absoluta certeza, que Little Scrappy sonrió feliz, sin pensar nada, sin guardarse nada –incluso hay una en la que está congelada, para siempre, una de sus sonoras carcajadas- están encerradas en una carpeta del ordenador cuyo título evoca a una fiesta: “cumpleaños Alexis”. La de la sonora carcajada es una imagen en la que Little Scrappy alza a su hijo, tan alto e inclinado, que las caras de ambos casi se rozan las narices. Alexis también ríe, con los cachetes embadurnados por una desordenada y pegajosa capa de turrón. Estas fotografías fueron tomadas el domingo 15 de enero de 2012, a las orillas de una barriada cercana al centro de la ciudad de San Pedro Sula. Alexis, el niño rubio y careto -la copia de su padre, cuando su padre era un niño-, ese día celebraba su primer año de vida.
Regreso a esa noche, a esa barriada, a la esquina de la acera en la que departimos con Little Scrappy –acompañados por una botella de ron barato, comprado en un expendio de la barriada- para acordarme de la confianza con la que, hace un año, seguía sorteando a la vida. Él estaba sentado con el pecho de frente a la calle, aun a sabiendas de que por esa avenida, en cualquier momento, algún pandillero de la MS o del Barrio podía pasar, verlo, enfrentarlo, cuestionarlo, juzgarlo. Asesinarlo.
—¿Y aquí es tranquilo? –recuerdo que le pregunté. Atrás estaba la calle, ametrallando con mucho miedo a una espalda espantada. Aquella esquina de aquella barriada oscura era como un peaje para un grupo de borrachos, andrajosos, malolientes, vagabundos. Llegaban al expendio de la cuadra, pagaban 15 lempiras por un trago, se lo tomaban, reían, luego se ultrajaban, y después seguían su camino, tambaleándose, perdiéndose en el fondo oscuro en el que se convertía la calle. En ese pedazo de mundo en el que una expendio atiborrado de alcohol era el único resquicio de diversión, una familia sacó una mesa a la acera, sobre la mesa colocó un pastel y decidió cantarle feliz cumpleaños a un niño. Pero la noche y la calle y el entorno seguían siendo tan hostiles como los mesones de la cuadra. En cada mesón vivían entre tres y cuatro familias –de entre cuatro y cinco miembros- en cuartos demasiados pequeños, apretujados los unos con los otros.
—Tranquilo, compa, aquí no va a pasarle nada –dijo Little Scrappy, con el pecho enfrentándose a la calle. Luego me explicó algo que solo alguien como él podría conocer. Ese punto de la ciudad era, es y seguirá siendo –hasta que no cambien las cosas- una calle en la que se ha pactado una especie de tregua entre los bandos en conflicto. Una tregua tácita que responde a la necesidad de que por esa calle, tanto los MS de los alrededores como los 18 más próximos tienen que circular para poder acercarse al centro de San Pedro Sula. Es, en definitiva, un paso obligatorio para todos.
Aquella noche, hoy que lo pienso, Little Scrappy sorteaba a la vida convencido de que no tenía sentido darle la espalda a la calle, al peligro. Convencido, además, de que quizá ya había pasado demasiado tiempo para que alguien llegara a pedirle cuentas.
Siete meses después, creo que algo en él había cambiado.
Ahora regreso al paseo que tuve con Little Scrappy por la ciudad de San Pedro Sula, ocurrido en agosto de 2012, cuando él insistía en la venta de sus fotografías adentro del Barrio 18. En ese paseo él caminaba con un ojo al frente y el otro a sus espaldas. Estas cosas nunca son claras, pero cuando ocurre algo en el presente, los detalles del pasado lo hacen a uno hacerse ideas. Conjeturas. Especulaciones. Y entonces esos detalles, adentro del cajón mental en el que se revuelven las ideas, las conjeturas y las especulaciones, se transforman en potentes significados.
Primer detalle: por alguna razón, Little Scrappy, aquel agosto de 2012, decidió regalarme una copia digital de las fotografías de los 80 pandilleros retirados que él ayudó a rehabilitarse. Son fotografías de rostros en primer plano, rostros para carné, que en su mayoría –rostros de hombres y mujeres- sonríen para la cámara.
—Quiero que usted también tenga esto, compa –fue lo único que me dijo. No hubo explicaciones.
Segundo detalle: Little Scrappy, por el centro de San Pedro Sula, me pareció que se movía con un ojo al frente y el otro en la espalda. En las esquinas cercanas a su casa, se movía de la misma manera. En el trayecto que hay entre la escuela a la que asiste su primer hijo y su casa, se movió de la misma manera. Y entonces, en una de las ocasiones en las que salimos de ahí, él dijo:
—Si veo algo sospechoso o siento una mala vibra, no me subo. Viera qué feo, compa, eso de sentir la mala vibra. Uno que ya estuvo metido en pedos lo siente en el ambiente. Dan escalofríos.
Tercer detalle: el 30 de enero de 2013, Little Scrappy me envió un correo. Decía así:
—Gracias por tus felicitaciones (de inicio de año), estoy de cumpleaños hoy ... sete olvido verdad pues le doy gracias a dios por poder cumplir mis 31 años de vida al lado de mi hermosa familia nunca me imagine poder lograrlo pero bueno a quid seguiremos luchado cada día, y espero poder volverte haberte y cundo nos miremos poder hablar de los logros y que mi condición de vida este mucho mejor te cuento que estoy trabajando con una moto guadaña gracias a ella me gano de 300 a 600 (lempiras: equivalentes a 15 y 30 dólares) a la semana, hay veces que no nos sale nada. Pero siempre buscamos de otra manera poder llevar el pan de cada día a nuestros hijos te cuento Daniel mi hijo va a segundo 2 Grado te manda saludes paso con 91, bladimir cumplió 2 anitos el 15 de este mes de enero y Isabel también cumplió 27 pues no habido dinero para pastel pero estamos bien y alegres porque hay salud y esperanza cada día de seguir adelante…
Cuando ocurre algo en el presente, los detalles del pasado lo hacen a uno hacerse ideas. Conjeturas. Especulaciones.
Fotografías. Tengo alrededor de 300 fotografías que hablan de la vida de Little Scrappy después de la pandilla. Nunca tuve, y ya nunca obtendré, aquellas que me ofreció el hombre que quiso vender sus recuerdos.
Tengo alrededor de 300 fotografías que hablan de la vida de Little Scrappy, y la última que he conseguido habla de una sola cosa: su muerte. Es la imagen de su cuerpo inerte, colocado sobre una camilla de hospital, cubierto por una sábana de color morado.
En la tarde del 25 de abril de 2013, dos hombres se acercaron al vehículo en el que Little Scrappy se conducía y le acribillaron. Sin mediar palabras. Se acercaron, apuntaron, y le descargaron plomo. No dijeron nada. Él apenas se ahogó en un grito y más tarde apagó su última mirada apuntando a los ojos de su padre. Fue, me dicen, como si quisiera decir algo. Fue, me dicen, como la mirada de alguien que no entiende por qué, después de tanto tiempo, le venía a ocurrir eso. Fue, conjeturan, la mirada de alguien que se descubrió inexistente en el futuro de su mujer y en el de sus tres hijos.
20 días antes de morir había nacido el tercer hijo de Little Scrappy.
La tarde en la que fue asesinado, Little Scrappy venía de pintar una casa ubicada en una colonia a la que nunca debió haber entrado. Pero ese día, sus hijos tenían hambre, su mujer tenía hambre, él tenía hambre, y con el estómago vacío, se le ocurrió una idea loca. No la de vender sus fotografías, sus recuerdos, sino la de arriesgar el pellejo en una zona peligrosa, plagada de pandilleros activos. Aunque su mujer le insistió que no fuera a esa zona, que no tomara ese trabajo, que no valía la pena el riesgo, Little Scrappy le dijo que no se preocupara, que no le pasaría nada. Quizá volvió a convencerse, como hacía un año, que a la vida hay que sobrevivirla de frente, nunca dándole la espalda.
Tal vez alguien le reconoció, quién sabe, pero lo cierto es que después de recibir los disparos, Little Scrappy agonizó y más tarde murió en brazos de su padre, el hombre que hace 13 años se regresó de Estados Unidos para sacar a su hijo de las pandillas, para que el mundo de las pandillas no se lo comiera vivo.
Little Scrappy murió al llegar al hospital. En la fotografía lleva puestos los mismos zapatos que le conocí hace tres años.
Fotografías. No hay nada que retrate la evolución de una persona como las fotografías. Las de Little Scrappy no son la excepción. De la mirada furiosa a la sonrisa que reta al mundo a la carcajada feliz a la mano inerte y pálida que yace sobre la camilla de un hospital. Del niño que se convirtió en pandillero para vengar el asesinato de su tío al Peluche al Teddy a Little Scrappy al cuerpo de un ciudadano cualquiera que fue asesinado sin ninguna razón aparente.
Fotografías. No hay nada que explique mejor el contenido de una fotografía como el contexto en el que fue tomada. Al menos en la última, en la de su muerte, Little Scrappy consiguió lo que tanto buscó en los últimos 13 años de su vida: dejar atrás su pasado violento, eliminar cada una de las marcas de su cuerpo, volver a ser un nombre, un apellido, un ideal de ciudadano.
En la nota de El Tiempo de San Pedro Sula, la única donde se consignó su muerte -la muerte del último Santana Locos, él último de una generación que, ahora sí, desapareció para siempre- no hay ninguna alusión al pasado violento de Little Scrappy. No hay ninguna mención a las pandillas. La nota esconde –porque quizá lo ignora- la verdadera historia detrás de ese asesinato. Una historia que explica, en parte, los últimos 20 años de San Pedro Sula, la ciudad más violenta del mundo; de Honduras, el país más violento del mundo; del triángulo norte de Centroamérica, la región más violenta del mundo.
Pero quizá esa nota sea irónicamente justa para el protagonista de esta historia. En ella se narra lo que ocurrió el 25 de abril de 2013: el asesinato de Ronald Jovel Miranda Ávila, un hombre que pintaba casas para alimentar a su familia.