Crónicas y reportajes / Impunidad
Un western llamado Honduras

Solo en el país más violento del mundo la ciudad es demasiado pequeña para que en ella quepan dos policías con mucho poder, con muchos recursos, con mucha rabia. Un exdirector de la Policía acusa al director de turno de haberle matado a su hijo. Al final, uno de los dos tiene que huir, y Honduras, con sus muertos de cada día, sigue siendo el mismo país de siempre que rueda al despeñadero.


Fecha inválida
Daniel Valencia Caravantes

Juan Carlos Bonilla, conocido como el Tigre Bonilla, exdirector de la Policía Nacional de Honduras. Foto archivo El Faro.
 
Juan Carlos Bonilla, conocido como el Tigre Bonilla, exdirector de la Policía Nacional de Honduras. Foto archivo El Faro.

Me sorprende que las puertas estén abiertas de par en par, y entro, nervioso, mientras un grupo de comensales disfrutan su comida. Mastican, me observan, y por un instante ya nunca me despegan la vista. Lo mismo hacen tres mujeres que doman una plancha de metal, ubicada en la cocina. Ellas solo desvían la mirada cuando unas chuletas de cerdo, que salpican aceite, avisan que ya están listas. Atravieso el pasillo que separa a las cocineras del grupo de comensales y me dirijo al fondo del salón. Una cámara de seguridad, colgada en la pared, graba mis movimientos. Llego a un pequeño cubículo resguardado detrás de una gruesa reja metálica. La reja es un muro hecho con barrotes igual de gruesos e imponentes como los que hay en las cárceles. Al cabo de unos minutos, desde detrás del muro de barrotes aparece uno de los ocho empleados que lo escuchó todo. El Testigo está nervioso, pero que haya salido me hace sospechar que es una persona curiosa. Sin duda El Testigo es una persona curiosa. No todos los días, a este lugar, llega un desconocido para preguntarle qué escuchó la noche en la que asesinaron al hijo del exdirector de la Policía Nacional de Honduras.

Una chica más joven se acerca a El Testigo, le quita de la mano mi credencial y, sonriente, bromea: “No le crea', dice a El Testigo, 'para mí que este señor es investigador de la Policía”. El Testigo toma uno de los barrotes y me parece que lo aprieta, mientras se deshace en preguntas que le den alguna certeza de que, de verdad, yo no soy Policía, y que, de verdad, las intenciones que me han traído aquí, a esta cumbre ubicada en las afueras de la ciudad de Tegucigalpa, dos meses después del crimen, no son malas.

Luego de deshacerme en explicaciones, El Testigo accede a contarme lo que escuchó y lo que vio cuando habían cesado los disparos, la noche del domingo 17 de febrero. Por un instante pienso que El Testigo y sus compañeros de trabajo son gente valiente. Mientras subía por la carretera, dejando atrás el bullicio de la ciudad y los desfiladeros de estas cumbres, imaginé que el comedor estaría cerrado, amén de que después de un incidente como el que ocurrió aquí, quizá la gente convierta a estos lugares en sitios apestados, proscritos, de mala suerte o mala muerte. Uno se imagina que el repudio hacia un establecimiento apestado, marcado, responde a que si pasó algo horrible una vez, quién quita que vuelvan a caer los muertos una vez más. Pero platico con El Testigo y me doy cuenta de que esto no tiene nada de valentías, sino de sobrevivencias. Y así como ocurre en las cantinas que evocan las películas sobre el viejo Oeste estadounidense (en donde siempre se abrirán las puertas al siguiente día, por más que se alcen las pistolas, truenen las balas y caigan los muertos), lo mismo pasa en Honduras. Aquí los homicidios son tan naturales como el día y la noche: después de uno siempre viene el otro, y lo que toca es cerrar las puertas, limpiar la sangre, abrir de nuevo las puertas y después sobrevivir.

El domingo 17 de febrero fue asesinado, adentro de este comedor, Óscar Ramírez, de 17 años, hijo del penúltimo director de la Policía hondureña, el general Ricardo Ramírez del Cid. Hasta que finalizaron los dos días de investigaciones, en los que la Policía barrió la escena del crimen, El Testigo y sus compañeros pudieron lavar los charcos de sangre, pintar las paredes, proteger el mostrador y el resto del salón con una gruesa reja de barrotes de hierro, parecida a las rejas que hay en las cárceles.

Una semana después del incidente, que conmocionó al país, que enfrentó al padre de la víctima con el director actual de la Policía, Juan Carlos “El Tigre” Bonilla, El Testigo y el resto de empleados continuaron con su rutina natural. Mientras, afuera en la calle, en Tegucigalpa Town, dos altos oficiales de Policía se declaraban la guerra. A la vieja usanza de los vaqueros, retándose. Desde fuera, sin contexto, uno se haría la idea de que en esta historia hay un Sheriff bueno y un Sheriff malo. Pero el problema con la Policía hondureña es que, en los últimos tres años, ha demostrado que es capaz de poseer muchas zonas grises, y de dar muchas sorpresas.

El exdirector Ricardo Ramírez del Cid, un hombre de ojos claros, pelo cano, de buenas maneras y voz campechana, denunció que el actual director le diezmó, poco a poco, su escolta de seguridad; y que eso invariablemente lo llevaba a una conclusión: está involucrado en el asesinato de su hijo. El actual director, Juan Carlos “El Tigre” Bonilla, un hombre recio y moreno -ojos negros, con un rostro rudo, como esculpido en roca, que recuerda a las mexicanas cabezas olmecas- respondió que nada era cierto, pero se sabe que reforzó su propia escolta de seguridad en medio del escándalo. Pasó de tener un escolta, su chofer, un hombre de su entera confianza, a ser perseguido por dos picops atiborrados de agentes Cobra, la élite antidisturbios de la Policía. Quizá a los oídos de El Tigre llegó el rumor de que Ramírez del Cid buscaba venganza. En la primera noche de la vela de Óscar Ramírez, en la funeraria San Miguel Arcángel –una funeraria exclusiva para militares y policías-, el exdirector de la Policía estuvo a punto de ordenarle a su gente que le amarraran al Tigre, cuando El Tigre llegó a ofrecer sus condolencias. “Él estaba en el área ese día. Y todavía cuando llegó a la vela mis amigos no lo iban a dejar entrar y si yo ahí pido que me lo amarren, ahí mismo me lo amarran”, declaró Ramírez del Cid cinco días después del crimen.

Ajeno a estos duelos, El Testigo y el resto de empleados del comedor, tres días después del crimen, siguieron vendiendo unas grasientas chuletas de cerdo a la plancha. Le pregunto qué estaban haciendo el muchacho y sus escoltas antes de que los mataran.

—Las chuletas son la especialidad aquí. Habían pedido el plato especial de chuletas (para tres personas).

Las víctimas estaban sentadas frente a las puertas del negocio. Una táctica de seguridad de los Cobras: nunca dar la espalda a la calle. Cuando los atacantes irrumpieron en el negocio -por la puerta, abierta de par en par- Óscar Ramírez comía en medio de sus guardaespaldas. Por un instante, la víctima cruzó miradas con sus asesinos.

***

Óscar Ramírez era un joven querido por su familia y por sus compañeros. Quienes le conocieron dicen que se manejaba en la vida con el mismo porte, la misma amabilidad y la misma educación que su padre, Ricardo, el exdirector de la Policía, un general con un perfil de investigador sin par, entrenado para saber moverse como saben moverse los hombres formados para que dirijan las oficinas de inteligencia de los gobiernos. Un espía. En Honduras, quienes creen conocerle la vida profesional a Ramírez del Cid, ocupan el mismo epíteto: “El es un espía. Quizá el mejor espía que tiene el país”, me dijo un alto comisionado, ahora alejado de los entuertos de la corporación policial.

Un año antes del crimen, el 13 de enero de 2012, Ricardo Ramírez del Cid vestía de gala. Cargaba un uniforme azul impecable, un sombrero con el escudo de la policía bordado en el frente y unos brillantes zapatos negros. Estábamos reunidos en la cancha de fútbol del cuartel general de los Cobras, la unidad élite antidisturbios de la Policía. Ramírez del Cid celebraba la conmemoración del 130o. aniversario de la Corporación. Él y sus invitados se protegían del sol en unas gradas techadas. Al otro extremo del campo, francotiradores hacían posta en un muro de escalada en el que se entrenan los agentes. Más al fondo, en la punta de un cerro, sobresalía una barriada de pobres.

Tras la celebración, me acerqué a Ramírez del Cid para preguntarle qué opinaba sobre lo que decían de él. Para ese enero, arrancaba su tercer mes al frente de la institución. Entre los pasillos del congreso hondureño, de la Casa Presidencial y del gabinete de Seguridad corría otra presentación que se antojaba como un reto inmenso: Él era la carta de presentación con la cual el entonces secretario de Seguridad, Pompeyo Bonilla, intentaba lavarle la cara a una Policía sacudida por escándalos de corrupción, y por tener entre sus filas a ladrones, extorsionistas, policías coludidos con el narcotráfico y policías convertidos en asesinos.

—Perdone que lo moleste tanto…

—¿Verdad que me estás molestando? ¡Deja de molestarme, ja, ja, ja!

—Dicen que usted es un hombre de inteligencia, que sabe cómo se mueven las cosas en la Policía, que por eso lo llamaron a dirigir la corporación, porque sabe quién anda en malos pasos.

—Ese tipo de comentarios, lejos de abonar, comprometen. Yo lo que hago es aplicar la ley, y como oficiales profesionales que somos, me nutro de un grupo de asesores, con conocimientos necesarios, para aplicar la ley en el marco de la depuración que estamos haciendo.

Óscar Ramírez, el hijo del exdirector de la Policía, era líder de un grupo evangélico y le gustaba jugar fútbol. Se reunía con sus amigos en el club deportivo anexo al instituto privado en el que estudiaba: Del Campo International School, una escuela a la que tienen acceso solo los hijos de la élite hondureña. El club deportivo anexo a la escuela destaca porque entre sus filas ha tenido a jóvenes que han formado las filas de las selecciones nacionales Sub17 y Sub20. Pero destaca, principalmente, porque la cancha de fútbol, con medidas oficiales, está hecha de grama sintética. Ahí ya se ha visto entrenar a la selección mayor de Honduras, cuando acampa en Tegucigalpa.

El domingo 17 de febrero de 2013, Óscar venía del club deportivo, cuando en el camino pidió a sus escoltas que se desviaran de la ruta hacia su casa para comprar comida. A Óscar lo acompañaban Abraham Gúnera y Carlos Lira Turcios, dos Cobras. Dos pistoleros con placa, entrenados para defender y para atacar. Ellos siempre le seguían los pasos, y la relación entre protegido y protectores era tan amena que cuando salían de paseo, aunque los agentes siempre recomendaban pedir para llevar, Óscar les insistía en que comieran con él, en los restaurantes, juntos. Quizá nunca imaginó que alguien sería capaz de atentar en contra del hijo de un exdirector de la Policía. Eso es algo que tampoco su padre imaginaba. Eso es algo que, a Honduras, una vez más le ha dejado un mensaje muy claro: la violencia que hunde a este país –el más violento del planeta, con una tasa de 85 homicidios por cada 100 mil habitantes- ya no afecta solo a la base de la pirámide social. Y cuando la denuncia, una vez más, apunta a la institución que se presume debe protegerlos a todos, pareciera entonces que de verdad Honduras está con el agua hasta el cuello. “Yo estaba rodeado en la misma Policía de un montón de gente adversa. Yo creía que nunca me iba a hacer una cosa de esas y como le digo: ¡cuando tengo la duda de dónde viene, me duele más, pue!”, dijo Ricardo Ramírez Del Cid al programa Hable como Habla, una semana después del crimen.

Valdría la pena pensar, entonces, que aquella noche Óscar quizá se resistía a luchar contra el miedo que pueda acarrear vivir las 24 horas custodiado por unos matones. A lo mejor solo quería sentirse, una vez más, como un joven normal. Por eso de camino a casa prefirió pasar a ese comedor, en donde se degustan unas grasientas chuletas de cerdo, y no a cualquier otro restaurante de mayor prestigio. Chuletas acompañadas de tajadas de plátano. Eso comían cuando fueron asesinados. Habían cancelado, en lempiras, el equivalente a siete dólares; y masticando estaban, cuando las puertas del comedor, abiertas de par en par, fueron atravesadas por un grupo de hombres armados.

—¡Al suelo, hijos de puta!–recuerda El Testigo que gritó uno de ellos. Esas fueron las cinco palabras que desataron una escandalosa balacera. Cinco sujetos, desde la entrada, se batían en duelo con dos guardaespaldas, parapetados detrás de una mesa. Todos disparaban a matar.

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Ricardo Ramírez del Cid, ex director de la policía hondureña. Foto Daniel Valencia
 
Ricardo Ramírez del Cid, ex director de la policía hondureña. Foto Daniel Valencia

Ramírez del Cid, por su trabajo profesional, sabe bien quiénes son los líderes del crimen organizado en Honduras. En cada departamento, en cada municipio, en cada ciudad grande. 

Ramírez del Cid sabe también quiénes son los jefes de las maras, y cómo operan en cada ciudad. 

Ramírez del Cid sabe también quiénes son los policías que están en bandas organizadas, operando con el crimen organizado, o que tienen su propia banda.

Las tres oraciones anteriores en realidad van de corrido, y quien las pronunció lo hizo con la contundencia, con la cadencia, y con la entonación lo suficientemente clara, como para que lo que dijera sonara como un eco, una repetición de la misma idea: Ramírez del Cid es un hombre que maneja mucha información y sería irónico que se quede de brazos cruzados. Alfredo Landaverde, un hombre con voz de abuelito, pronunció esas palabras el 1 de noviembre de 2011, día en el que el general espía fue juramentado como director de la Policía.

Alfredo Landaverde era un asesor de seguridad del gobierno hondureño, un hombre curtido en batallas por la depuración policial, y al que todos buscaban para que repitiera que los problemas que la Policía -y el país entero- sufre, en buena parte son por culpa del narcotráfico y el crimen organizado. Landaverde pronunció esas palabras en el programa Frente a Frente, uno de los programas de entrevistas de mayor rating en Honduras. Aquel 1 de noviembre de 2011, mientras Landaverde esculpía en una roca el perfil de Ramírez del Cid, la producción del programa coló la imagen del rostro ojos claros del general. En ese primer plano, el director espía cargaba en la cabeza un kepis de color azul oscuro.

Landaverde era quizá el hombre que mejor conocía quién era quién dentro de las filas de la policía hondureña. Lo que él decía casi nunca se cuestionaba. Tenía una hoja de vida demasiado extensa y documentada como para que alguien dudara de lo que él estaba diciendo.

Fundador de la democracia cristiana hondureña, Landaverde, para 2011 con 71 años, integró a finales de los ochenta y principios de los noventa una comisión modernizadora del aparato de seguridad, con poder y respaldo presidencial y del Congreso hondureño. El principal logro de esa comisión fue separar a la Policía del ejército hondureño, que en las últimas dos décadas había convertido a la seguridad pública del país en un aparato de contrainsurgencia y represión. En aquella comisión, Landaverde era uno de los líderes, seguido por un nutrido grupo de políticos y hasta por el cardenal José Rodríguez Maradiaga, hoy coordinador de la reforma de la Curia Romana en el Vaticano.

Tras su paso por esa comisión, Landaverde se convirtió en asesor de la Secretaría de Seguridad, creada a mediados de los noventa. Más tarde, en la primera década del nuevo siglo, se convirtió en mano derecha del llamado zar antidrogas de Honduras, el general Julián Arístides González, jefe de la Dirección de Lucha contra el Narcotráfico. Por ese trabajo, dicen quienes le conocieron, el 7 de diciembre de 2009 fue asesinado el zar antidrogas. Dos hombres que se conducían en motocicleta lo interceptaron en una de las salidas de la ciudad capital y lo acribillaron a balazos. Exactamente dos años más tarde, a Landaverde le ocurriría algo con unas coincidencias descabelladas.

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