Hombres que matan a sus parejas, mujeres que asesinan a sus hijos, locos que te cosen a balazos por negarte a saltarte un semáforo en rojo... Historias como estas se suceden en El Salvador con tanta frecuencia que han dejado de sorprender en una sociedad acostumbrada a la violencia.
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Caso XI. El quince de septiembre de 2012, José Gustavo Arévalo y José Luis Miranda, dos jóvenes de 18 y 19 años, decidieron que era el día para ejecutar lo que desde hacía semanas venían maquinando: asesinar al jefe de José Gustavo, un modesto empresario llamado Carlos Armando Rivera, y robarle cuanto pudieran en su casa de la urbanización San Miguelito, en Santa Ana. La primera parte –el asesinato– resultó lo más sencillo: aprovechando que estaba dormido, José Gustavo se acercó con un bate de béisbol y le destrozó la cabeza a golpes. Con el cuerpo sobre la cama ensangrentada empezaron los nervios y las torpezas. Ese día el jefe estaba con su hijo de cuatro años. Los improvisados asesinos cargaron el cadáver en un carro, sentaron al niño lloroso en los asientos de atrás, y manejaron hasta un predio baldío en el cantón Monteverde, en Candelaria de la Frontera. José Gustavo solucionó el inconveniente del niño degollándolo ahí mismo. Padre e hijo fueron enterrados con urgencias pero juntos. La pareja de asesinos regresó hasta la urbanización San Miguelito, robaron el dinero que el jefe guardaba en casa, el magnífico televisor pantalla plana y otras pertenencias llamativas, y se retiraron satisfechos y confiados en que habían dado el golpe perfecto. Aquella fue su particular manera de sumarse a la fiesta salvadoreña por excelencia: el Día de la Independencia.
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Caso XII. El diez de febrero de 2013 una niña de ocho años a la que llamaremos Karla iba a la tienda de su colonia, ubicada en Cojutepeque. Emetilio de Jesús Echeverría, de 41 años, salió, tomó con fuerza a Karla del brazo y la introdujo en la casa. Emetelio la toqueteó con lascivia, la golpeó en el rostro, le metió los dedos en los ojos. Ante la resistencia de Karla –los gritos–, la levantó y la tiró en la fosa séptica. Pero esos gritos lograron revolucionar la colonia y, primero la madre y luego un grupo de vecinos, detuvieron al agresor, lo golpearon y lo amarraron hasta que se presentó la Policía Nacional Civil. Emetelio aceptó los hechos y el Tribunal de Sentencia de Cojutepeque lo condenó, en procedimiento abreviado, a quince años de prisión. Karla recibió un intento tratamiento médico y también psicológico.
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Caso XIII. Entre enero y julio de 2013 Tulio Gudiel García, de 46 años de edad y vecino de Mejicanos, supo que violaron a su hija –de catorce años– en repetidas ocasiones. Y lo supo porque él era quien la estaba violando. Separado de la madre, Tulio exigía que fuera la hija quien llegara sola a casa para darle el dinero que le correspondía, y se aprovechaba esa situación de dependencia. Cuando la violaba, colocaba su pistola cerca de la cabeza, para intimidarla, algo que logró durante más de medio año, pero la niña terminó por contárselo a su madre y lo denunciaron.
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Caso XIV. El vigilante Amílcar Humberto Hernández, de 47 años, estuvo de turno el seis de enero de 2014. Trabajaba desde hacía algún tiempo en el Centro Internacional de Ferias y Convenciones, en la zona noble de San Salvador, uno de esos lugares que todo vigilante agradece cuando se lo asignan, por tranquilo. Quizá demasiado para Amílcar. Aquel seis de enero desenfundó la pistola de su equipo y se fue hacia su compañero de turno, un joven de veintitrés años recién llegado al rubro de la vigilancia privada. A punta de pistola Amílcar sometió a su compañero y lo violó con tanta violencia que la víctima terminó en el Hospital Rosales, no sin antes amenazarlo de muerte si abría la boca. Pero esta violación, para variar, sí terminó en los tribunales.
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Caso XV. El veintidós de marzo de 2014 Walter Alexander Mineros, de dieciocho años, llegó borracho a su casa, en el barrio El Calvario de Panchimalco, y con un machete asesinó a su hijo Fernando Vladimir, de tres años, y quiso hacer lo mismo con su pareja, Ercilia, de veinticuatro. De ahí se fue a casa de su madre, a cuatrocientos metros de distancia, y se echó a dormir.
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Son otros cinco casos elegidos sin malicia, todos judicializados en un país en el se sabe que a los tribunales solo llega una fracción mínima de los hechos delictivos que se cometen. Son historias extraídas de los comunicados que en los últimos meses ha elaborado el gabinete de comunicaciones del Centro Judicial Isidro Menéndez. Son pinceladas de una sociedad que exhala violencia porque los hijos aprendieron a ser violentos de sus padres; y sus padres, de sus abuelos. Cinco latidos de una sociedad enferma en la que las maras parecen ser solo la punta de un iceberg.
(San Salvador, El Salvador. Junio de 2014)