Harry, el policía matapandilleros, me guía esta tarde hacia el borde de una quebrada estrecha, a las orillas de una colonia a la que le han arrancado las últimas casas. Aquí solo hay paredes desnudas; unos marcos sin ventanas; unos arcos sin puerta; unas vigas sin techo. Entre el abismo y las casas abandonadas hay un pasillo de maleza y ripio. Hace algunos minutos, mientras bajábamos una calle empinada adornada en las aceras con vendedores de frutas y verduras, una niña que vendía ropa usada, un viejo que vendía pan dulce, un pastor evangélico armaba alboroto con un micrófono en una mano y una Biblia en la otra. “¡Cuando el hombre ya está fracasado, todo macheteado –gritaba el pastor-, cuando está con las tripas de afuera, ahí es cuando el hombre se viene a acordar de Dios!”. Harry, el policía matapandilleros, cree que lo que grita el pastor es algo cierto: '¡Hey! Cuando esos 'josdeputa' la sienten cerquita lloran, se retuercen, intentan quitarse las esposas, se acuerdan de mamita y luego le ruegan a uno y después a Dios'.
Harry me ha traído hasta el hoyo, en los confines de esta colonia, porque aquí hacen meeting los pandilleros. No tiene caso decir cuál pandilla domina en este sector porque para efectos prácticos, sean de letras o de números, a mi guía le da lo mismo. Lo que sí es importante recalcar es esto: esta es una de las colonias más grandes de El Salvador dominadas por pandillas. Alguna vez, un ministro de Seguridad dijo que aquí descuartizaban seres humanos. No hace mucho acribillaron en el corazón de la comunidad a un homeboy acusado de soplón; y a un técnico de una compañía eléctrica lo lincharon por intentar cortar la electricidad en la casa de un pandillero. Una mañana, a la delegación policial una señora llegó a despedirse, advirtiéndoles que no compraran “¡pero ni chicles!” en las tiendas más cercanas al hoyo, porque se rumoraba que los pandilleros habían orquestado un plan para asesinarlos con veneno.
Es un 'territorio liberado', conquistado por ellos, dominado por ellos. Quienes no estaban de acuerdo, han huido. Otros han sido asesinados; otras han sido violadas. Otros más han desaparecido. Aquí Harry -lo sabe bien- es un intruso. Los dueños del territorio son sus enemigos, los “tinteados”, que son muchos. Según sus cálculos más precisos son 20 contra uno. Que sean tantos a él le enchina los pelos y lo anima a pensar en las posibilidades: cuando pueda, intentará exterminarlos a todos. Como lo ha hecho en otras zonas, según cuenta. Es cuestión de dividirlos, de agarrarlos desprevenidos. Él se justifica de dos formas: lo suyo es “un acto estúpido” y también “un mal necesario”. Él se ve a sí mismo como un hombre destinado a exterminar a los pandilleros porque sus cábalas le dicen que ya no existe ninguna otra fórmula que la muerte para detener la violencia de las pandillas.
Harry me ha traído hasta aquí porque quiere que sienta lo que él siente cuando se enfrenta a un pandillero. Me conduce, pues, a una cacería.
—¡Hey! ¡Ya va a ver cómo se le enchinan los pelos! ¡Es pura adrenalina!
* * *
Harry, el policía matapandilleros, es un investigador de la Policía Nacional Civil de El Salvador (PNC). La PNC fue creada producto de los acuerdos de paz de 1992 para acabar con décadas de seguridad pública bajo dominio militar, y de paso con las violaciones a los derechos humanos de las dictaduras militares salvadoreñas. Con 20 años de vida, en la última década ha sido la institución más denunciada ante la Procuraduría de Derechos Humanos, aunque entre 2011 y 2013 las denuncias fueron a la baja. De 1,710 a 1,571 y luego a 1,207. Cinco salvadoreños denunciando vejaciones, cada día, hace tres años; cuatro, hace dos; tres, hace uno.
Harry sugiere que hay un subregistro. Dice que en 2013 desapareció a cuatro jóvenes. Primero los capturó y por último los aventó en un sector de la pandilla rival. En la guerra entre pandillas, un pandillero que cae en territorio contrario es muy probable que no sobreviva.
—Quizá no salieron con vida, ¿verdad? ¡Hey! Si hubieran salido con vida ya me hubieran denunciado, ¿verdad? Pero no me ha salido nada…
* * *
Atado a un poste de luz hay un cabrito que bala cuando descubre las botas negras de Harry, que manda hacer un alto, se hinca y acaricia al cabrito. Luego se lleva la mano derecha hacia la cintura, destraba el botón de la funda y luego saca su pistola. Una nueve milímetros. La chasquea y la regresa a su sitio. El cabrito sigue balando. “¡Beee, beee!” A unos metros, un perro grande, negro y viejo, está echado bajo la sombra de un árbol. Un par de gallinas, una blanca y otra negra, picotean la tierra húmeda a su alrededor. El perro grande, negro y viejo levanta la cabeza, bosteza y nos mira con desgano. Alguna vez habrá sido un feroz guardián, pero hoy, por suerte, es un rotweiler venido a menos. Al pie de los vestigios de la última casa, elevada a unos cuantos metros sobre un montículo, se asoma alguien. Es un niño armado. Tendrá unos siete años y lleva dos pistolas en la cintura. Una a cada lado. Se para desafiante, la espalda reclinada hacia atrás, el mentón levantado, la cara congelada, los ojos bravos.
—¿Son tuyas esas gallinas? –pregunta Harry. El niño asiente en silencio.
Cuando le damos la espalda, el niño saca una de sus armas y nos apunta con una pistolita color verde y aprieta un gatillo color naranja.
—¡Pen! ¡Pen! ¡Pen!
—¿Qué fin tendrá este niño? –pregunto a Harry, que recién ha entrado a una de las casas abandonadas. Un eco responde desde el fondo:
—Este niño: ¿por qué anda así, con dos pistolitas? ¿Por qué se para así? ¿Por qué nos dispara? ¡Hey! Él lo ha visto. Él ha visto violencia. Aprende de ella. Este niño no tiene futuro porque más adelante se va a topar con alguien como yo.
* * *
El Salvador enfrenta la violencia con ensayos de prueba y error. En 2003 apareció el primer plan Mano Dura: la PNC rompió puertas, magulló cuerpos y capturó a miles de pandilleros, pero no acabó con las pandillas. Un gobierno después, el plan Súper Mano Dura lo repitió todo, sobresaturó aun más las cárceles pero lejos de erradicarlas, radicalizó a las pandillas. En 2009, el primer gobierno de izquierdas coqueteó con prevención y rehabilitación pero terminó sacando a casi todo el ejército a las calles, las 24 horas, los siete días de la semana, para intentar reducir la violencia. Los militares también se tomaron las cárceles y fueron denunciados porque a las abuelas, madres, esposas, novias, y amantes de pandilleros les metían el dedo en el ano y la vagina para buscarles objetos ilícitos. Ellos respondieron: en el último trimestre de 2010 y el primero de 2011 cayeron 11 militares y 8 policías. El ministro de Defensa de la época, David Munguía Payés, declaró guerra a las pandillas y para 2011 El Salvador cerró con cifras de 11.9 homicidios diarios. La Asamblea Legislativa declaró que ser pandillero era un delito con una nueva ley de proscripción de pandillas, que continúa vigente. Las pandillas, sin embargo, parece que hoy tienen más poder que hace 11 años.
* * *
Harry, el policía matapandilleros, enciende un cigarro en los vestigios de un parque. Nos hemos alejado del hoyo porque ahí no había ningún pandillero. Ahora estamos rodeados de más casas abandonadas, y cada vez más cerca se escuchan las risas de unos niños. Los niños corren descalzos, pero se detienen cerca de Harry para dramatizar una escena. Solo uno de ellos lleva camisa, y se distingue del resto porque es un niño con síndrome down.
—¡Agárrenlo, agárrenlo, que ese marero va armado! –grita uno de ellos, el más pequeño, mientras el niño con síndrome down se aleja, sigiloso, hacia el centro del parque.
—Dígame, señor, ¿quién es el marero? –pregunta otro, el más alto, impostando una voz ronca. Este niño lleva una pistola de juguete de color rojo.
—¡Allá va! ¡Allá va! –grita el niño más pequeño, señalando al niño con síndrome down, que de inmediato corre en círculos, gritando: “¡La Policía! ¡La Policía!”
En segundos, el niño grande y el niño pequeño han sometido al niño con síndrome down, que se lleva los brazos a la cabeza y abre las piernas. El niño grande se las abre todavía más, y por momentos pareciera que va a desgoznarlo. El niño pequeño le levanta la camisa al niño con síndrome down. “Vamos a ver adónde tiene los tatuajes”, le dice a su compañero. Luego hacen como que lo esposan y lo encaminan hacia una mesa de concreto, con las manos sujetas a la espalda. Se acercan a la mesa de concreto y el niño down deja caer su pecho y su cara contra el cemento gris. Luego grita:
—¡Aaay! ¡No me pegue, policía! ¡Aaay, aaay!
Todos los niños ríen y la dramatización termina. Las coincidencias son extrañas. Hace unos minutos Harry utilizó a un niño para explicar a sus enemigos y ahora son otros niños los que lo explican a él. “Se están burlando de usted”, le digo. Harry no me responde. Tira la colilla de su cigarro y luego me pide que continuemos con el recorrido.
* * *
Harry lleva 16 años en la PNC. Su manera de actuar, de conducirse, de desconfiar de todos, dice que lo aprendió “de los antiguos, las generaciones dosmiles, tresmiles”. Se refiere a los primeros agentes graduados en la corporación, provenientes de las filas del ejército o de la guerrilla, y en cuyas placas su número de identificación inicia con esas cifras: “dosmiles, tresmiles”, repite.
A Harry le entrenaron los antiguos y, para entender sus mañas, es importante tener en cuenta dos ideas que son principios en su cabeza: con la PNC nadie se mete; y la segunda: al enemigo se le extermina para que ya no siga jodiendo. Él lo explica mejor con el siguiente episodio: en diciembre de 2002, en el Centro Penal La Esperanza, conocido como Mariona, la cárcel más grande del país, se amotinaron unos reos. Protestaban contra una requisa y unos traslados sorpresivos organizados por la PNC. En el motín, dos agentes fueron asesinados. Al agente Pedro Canizález lo golpearon en la nuca con un fierro, mientras este suplicaba que los soltaran. Al agente German Rodríguez lo vapulearon y luego le sacaron la sangre abriéndole hoyos en el torso con un picahielo. Cuando ya estaban muertos, cuatro reclusos arrastraron sus cuerpos hacia los baños y luego lavaron la sangre regada en el sector intentando borrar las evidencias. Afuera de la cárcel había varias decenas de agentes antimotines sedientos de sangre, pero no entraban porque la entonces procuradora de Derechos Humanos, Beatrice de Carrillo, se los impedía. En teoría, Carrillo quería evitar una masacre. Más tarde, cuando se supo de la muerte de los agentes, fue acusada de obstaculizar su rescate y eso casi le significó la muerte política.
12 años después Harry cuenta una versión que abona a la causa que alguna vez emprendió Carrillo. Él estuvo en esa escena, o en el final de ese linchamiento, que acabó en la rendición de los reclusos, y más tarde en un juicio con culpables por la muerte de los agentes. Fue enviado junto a otros a limpiar los escombros después de la batalla. En el patio del sector amotinado había una pirámide de escombros tan alta como un poste de luz eléctrica. Sobresalían fierros, armas artesanales, estacas de madera ensangrentadas... Él, que estuvo ahí, al finalizar esa jornada, cree que los otros policías atrapados adentro de la cárcel –cuando inició el motín- dejaron morir a sus compañeros. Eso concluyeron los antimotines que ya no pudieron entrar. Eso concluyó también él.
—Pero si el problema fue que los antimotines ya no pudieron entrar –le digo.
—Pero adentro había más policías, junto a los custodios... Y adentro no estaban las cámaras de televisión, que estaban afuera cubriendo el relajo de la procuradora. Los de adentro, apoyados por los custodios, pudieron haber rescatado a sus compañeros haciendo una sola matazón. ¡No lo hicieron por culeros!
—¿Usted qué hubiera hecho?
—Si yo hubiera estado en ese primer pelotón, aunque sea a unos mis seis me hubiera bajado antes de que me agarraran.
—Pero lo habrían matado.
—¡Pero yo me hubiera llevado a seis!
* * *
Harry está tenso. Sospecho que le molesta la ausencia de pandilleros en nuestro recorrido. Harry está tenso, pero eso no lo desconcentra. Se detiene en cada cruce entre pasajes, asoma medio cuerpo por la comisura de las paredes y vigila el movimiento a través de las esquinas de las casas. Se mueve en este barrio, en el que ahorita no pasa nada, como si fuera miembro del equipo SWAT.
* * *
La primera vez que nos cruzamos, Harry también estaba tenso. Fumaba un cigarro tras otro y me miraba, como hipnotizado, recostado en un carro patrulla. No decía nada, solo fumaba y exhalaba el humo y me miraba mientras sus compañeros hacían guardia en un terreno polvoriento, al borde de un precipicio. Estábamos rodeados por una pequeña comunidad compuesta por unas 80 casas diminutas, ubicadas a la orilla de una quebrada profunda y sinuosa. Al otro lado de la quebrada, otra comunidad se prendía como garrapata a una cumbre, adornada en las faldas por una triste milpa. Al cabo de unos minutos, un agente emergió desde el fondo de la quebrada.
—Sin novedad allá abajo –le dijo a Harry, que le contestó:
—¡Hey! Pensé que te había llevado la correntada.
Harry se asomó a la pendiente y aventó una colilla hacia la nada.
—¡Es que esos ‘josdeputa’ han de estar bien escondidos! –dijo Harry.
Aquella mañana, Harry y los suyos no iban por ninguna captura ni por una investigación en proceso y muchos menos le hacían el tour a un periodista. Estaban haciendo un servicio. Una madre fue hasta la delegación a pedirles protección para velar en paz a su hija recién fallecida. Aquella comunidad también era –y es- territorio de una pandilla. Aquella madre era muy pobre y no tenía para una funeraria. “¡Ni a verga hacés ese show aquí! ¡Ay de usted si nos viene a meter a la jura!”, le habían dicho los pandilleros, pero aquella madre se la jugó. Quizá porque ya tenía resuelto abandonar la comunidad o porque el velorio lo miraba ella como una especie de venganza, un grito de desahogo contra quienes le asesinaron a la hija de 18 años. Así que llamó a la delegación de la PNC y pidió seguridad para velarla en casa. “Como ella hubiera querido”, me dijo la señora cuando la entrevisté. Harry y su equipo le ayudaron. Harry dice que su misión en la vida es ayudar, “como pueda”, a los más jodidos. Aun y cuando él crea que los más jodidos también tienen culpa de sus desgracias, como la chica a la que estaban velando, que se supone la mataron porque se hizo novia de un pandillero rival.
Harry se me acercó, ofreciéndome lo que en ese momento pareció una mala broma: “¡Hey! Si alguna vez tiene un problema con un ‘jodeputa’ habemos quienes podemos ayudarle. En tiempo libre le hacemos de seguridad privada también. Nosotros ponemos el arma”, dijo, entre risas.
Luego intentó salir de su duda.
—¡Hey! ¿Y para qué se viene a meter a este hoyo a cubrir esto? ¿Tiene importancia la muerte de una cipota como esta? ¡Hey! ¡Si por maje la mataron! Estas bichas no entienden que no hay que meterse con estos ‘josdeputa’.
* * *
Dice Harry, el policía matapandilleros, que cuando ya nada funciona, hay que buscar otras maneras para solucionar el problema de las pandillas. Remedios más efectivos. “Males necesarios”. Algo parecido hizo el gobierno en marzo de 2012, cuando negoció con las pandillas la reducción de los homicidios a cambio de beneficios carcelarios para sus líderes. Más adelante a ese proceso se le llamó “la tregua” entre las dos facciones de la pandilla Barrio 18 y la Mara Salvatrucha 13. El general que había prometido guerra a las pandillas luego pactó con ellas la reducción de los asesinatos.
Los pandilleros redujeron los homicidios porque dejaron de matarse entre ellos, y en teoría ocurrió un armisticio entre la fuerza pública y las pandillas. Al menos así lo sugieren ellos, los pandilleros, que ahora acusan a los agentes de la PNC de regresar a sus viejas prácticas. “Los males necesarios” de los que se jacta Harry. Males que evolucionan con el tiempo, las ansias, la desesperación. Males salvadoreños: cuando el otro es visto como una cucaracha que ensucia la casa, la solución es aplastar a la cucaracha. Pero un policía no se levanta un día, sale a la calle, y mata pandilleros porque se le ocurrió de repente. Como en este relato, un policía primero se cansa de las quejas de las víctimas, luego demuestra fuerza en los cateos, luego en las capturas, luego vendrán las desapariciones -“facilitarle la tarea a la pandilla rival”- y, por último, vendrán las ejecuciones.
* * *
A Harry la tregua lo enfada.
—¡Hey! El primer año uno no podía tocar a esos ‘josdeputa’ porque los jefes como que los protegían, por órdenes de arriba.
Harry recién ha cateado a un joven que se nos cruzó a toda prisa. Se resignó el joven cuando Harry hurgó en los tobillos, en los muslos, en la entrepierna. Debajo de la camisa no tenía tatuajes, dijo que era electricista. Harry le permitió seguir su camino. '¡Recogé tus babosadas y andá!'
—Explíquese –le digo.
—Así como en un cateo: en el primer año de la tregua bien envalentonados esos ‘josdeputa’, queriendo sacar pecho frente a uno, la autoridad, resistiéndose a los registros. Eso nunca se había visto.
—¿Y ahora?
—Ahora esos ‘josdeputa’ se la están viendo negras, amigo.
* * *
El poder de las pandillas devora a las comunidades. Se calculan en 60 mil sus miembros, y aunque no todos tendrán pistola, y casi todos serán jóvenes, o incluso niños, su recurso humano casi triplica a los 23 mil agentes que tiene la PNC. Solo el poder de las pandillas, evidenciado en la tregua, logró que para inicios de 2013 el promedio de homicidios se mantuviera en los cinco diarios. Pero en mayo de 2013 la tregua comenzó a tambalear. El general Munguía Payés fue destituido porque la Corte Suprema decretó que un militar no puede dirigir una institución de seguridad pública, destinada a control de civiles. Las nuevas autoridades bloquearon la tregua y el gobierno y los políticos se inventaron un nuevo remedio: reformar el Código Penal haciendo más blandas las auditorías a los operativos policiales. Alguien como Harry, con muchas ganas de hacer justicia con sus propias manos, puede interpretar esas reformas a su favor. Los pandilleros se quejaron de que los policías regresaron a las viejas prácticas de disparar primero y preguntar después. Así que reaccionaron. Los policías han vuelto a morir asesinados, los homicidios subieron de cinco a casi 10 por día y hay síntomas de lo que parece una guerra. A mediados de 2014 se registraron una docena de ataques contra carros patrullas y sedes policiales en todo el país. Ocho agentes asesinados. Las pandillas denuncian que más de 30 homeboys han sido asesinados a manos de policías.
* * *
Una noche de finales de abril, tres líderes pandilleros convocaron a algunos medios de comunicación, entre estos El Faro, a una reunión clandestina en una casona del centro de la capital, San Salvador. Uno de ellos, el más viejo, el que más hablaba, parecía un obrero, un albañil, un tipo sin pinta de pandillero. Otro parecía un universitario, y el tercero era el único flojo, tumbado. Aquella noche, uno de ellos escondía los ojos detrás de unos lentes negros. El primero dijo ser representante de los sureños del Barrio 18. El segundo de los revolucionarios del Barrio 18. El tercero era un MS. En el cuarto, la televisión tronaba. El Noticiero de las 8 de la noche ocupaba el tiempo hablando de una balacera entre policías y pandilleros. Apagamos el televisor.
Habló el sureño, cigarro en la boca:
—Desde que se modifica la ley comienza de nuevo la represión. Hasta ahora van 29, 30, 31 pandilleros asesinados a manos de policías. Eso no se miraba en tiempo de tregua.
Los otros dos asintieron. Luego habló el emeese, brazos cruzados, lentes oscuros:
—Ahora tenemos un gran problema con las autoridades. En las calles, en las canchas de nosotros. Le tienen miedo a la Policía porque agrede al muchacho que llega y que sale de su casa porque lo toman como parte de la mara.
Los otros dos asintieron. Luego habló el revolucionario, que leyó el último comunicado de las pandillas dirigido a la sociedad salvadoreña. El último punto de ese comunicado es un mensaje para la PNC.
—La Policía siempre ha hecho vulnerable este proceso, desde un principio. Aunque nosotros siempre hemos tenido a la gente amarrada de la mano –dijo el revolucionario–. Te matan tres cipotes en cierta colonia, ¿qué les vas a decir vos? ¿¡N'ombre, vayan a resguardarse todos!? Eso va creando resentimiento no solo en nuestra gente, sino en la población civil. Violencia trae más violencia, y se está creando una situación complicada donde ya se compite por quién dispara primero.
* * *
Estamos por terminar el recorrido cuando frente a Harry aparece la figura esbelta de su enemigo. Es El Pandillero, 21 años. Está parado al final de dos escalinatas. Harry está abajo, a unos cinco metros, con la mano derecha cercana a la funda de la pistola. El Pandillero pudo haber corrido, pero la sorpresa lo ha dejado congelado. Harry pudo haber desenfundado, pero la sorpresa también lo ha dejado pasmado.
—¡Bajá! –le ordena Harry.
El Pandillero no puede ser más pandillero. Tatuajes en el cuello, detrás de una oreja, la barriga, la espalda. Viste un centro blanco, cubierto por una camisa gris de la Mayor League Baseball de Estados Unidos. Short jeans flojo, tumbado, zapatillas Nike Cortez.
—¡Metete ahí! –le ordena, y El Pandillero avanza 10 metros y se introduce en otra casa abandonada.
El Pandillero repite un libreto que ya conoce: abre las piernas, pero en lugar de cruzar las manos detrás del cuello las levanta alto, las palmas contra la pared. Harry lo catea, y cuando termina no lo suelta. Se queda detrás, topando su abdomen contra la espalda de El Pandillero, haciéndole preguntas a su nuca. Mientras le habla, Harry se asegura de que yo lo vea. Su brazo derecho ha rodeado el estómago de El Pandillero, como abrazándolo, y a cada pregunta que da, y a cada respuesta que recibe, El Pandillero siente encima de su pulmón izquierdo golpecitos de la palma derecha de Harry. “¿Así que acabás de salir del tabo? ¿Por qué te llevaron? ¿Un criteriado? ¿Y ya te lo echaste? ¿Seguro que nel?”. Cinco golpecitos en el pulmón izquierdo.
—Una última pregunta.
—¿Qué pasó, micharlie?
—¿Y ustedes por qué se corren cuando ven a la Policía?
—No, yo no me les corro. Si solo hoy en la mañana ahí me agarraron otros de sus compañeros.
Harry deja ir a El Pandillero. 'Agarrá tus mierdas y andate con cuidado, oyiste. No quiero oír que andás haciendo desvergues porque ya sabés...', le dice Harry. El Pandillero recoge su cartera, su celular, 'nombre, micharlie, si yo alsuave ahí', y luego baja unas gradas, y luego otras, y Harry no le despega la vista sino hasta que El Pandillero se acerca al grupo de niños que hace un rato cateaban a un pandillero de mentiras. La cacería ha terminado. Harry se da la vuelta, y confiado en que ha logrado su cometido -ponerme cara a cara con un pandillero, humillarlo, hacerme sentir lo que él siente cuando aplasta con su poder-, me suelta una pregunta, como para confirmar que yo también comparto la adrenalina del encuentro:
—¿Se siente rico, veá?
Pero se siente miedo. Miedo a que El Pandillero pierda por completo el miedo, que ya comenzaba a escurrírsele por la mirada brava, encabronada porque Harry, empoderado, lo sometió en su propia casa y frente a un extraño. Se siente miedo. Miedo a la empatía por el pandillero humillado y miedo a la empatía por Harry. Se siente miedo. Miedo a pensar que quizá nunca encontremos otra fórmula más que escuchar al Harry matapandilleros que llevamos dentro para erradicar a las pandillas.
* * *
La reforma legal aprobada por la Asamblea Legislativa en resumen hace blandos los controles de vigilancia para la PNC. En las delegaciones del país, la Inspectoría General, la oficina que se supone investiga las faltas de los agentes, desplegó un comunicado que resume el espíritu de la reforma. “En cumplimiento al ordenamiento legal vigente esta Inspectoría no iniciará procedimientos disciplinarios sancionatorios en contra de los miembros de la Corporación Policial que en operativos y en cumplimiento de su deber, plenamente justificado y probado, cometa cualquier tipo de faltas sancionadas en la Ley Disciplinaria Policial”, escribió el Inspector, Ricardo Martínez, el 28 de abril de 2014.
Martínez es un notario que presumió ser experto en derecho procesal penal en los albores de su proclamación como investigador de policías. Alguna vez también fue representante legal de la Asociación de Empresarios de Autobuses Salvadoreños (AEAS). Los empleados de los empresarios transportistas –buseros, microbuseros, cobradores de ruta- en 2011 lideraron el oficio más peligroso de El Salvador, con más de 110 empleados asesinados por no pagar extorsiones.
—Inspector, ¿le han dado licencia para matar a los policías?
—No. Tal como lo resaltamos en negrito, les estamos diciendo que si existe causa de justificación, no vamos a levantar expediente administrativo. No estamos dando licencia para matar, porque aquel que cometa actos arbitrarios, aquel que maltrate, ya sea a un pandillero u otro tipo de ciudadanos, se le va a hacer el proceso penal y administrativo. Se les va a juzgar normalmente como se les debería juzgar a los pandilleros.
—Las pandillas denuncian torturas, asesinatos, desapariciones…
—Yo no creería a los pandilleros porque a una persona que mata despiadadamente… que ellos vengan a querer acusar a un elemento de la Policía de eso… creerle sería como creerle al diablo.
* * *
La semana previa a nuestro recorrido le cuento a Harry la historia del último comunicado de las pandillas.
—¿Y no le da miedo reunirse con esos ‘josdeputa’? –me pregunta-. Nunca confíe en ellos. Ellos no respetan ni a su mujer. Solo respetan a sus hijos y a sus madres. Yo por eso pienso que una solución podría ser matarles a sus familias, para que ellos sientan el dolor que causan en el resto de la población.
Le llevo una copia del comunicado, se pone unas gafas, le jala al cigarro, lo lee.
—¡Ahora resulta que estos ‘josdeputa’ quieren hacer una tregua con nosotros! Ja, ja, ja. ¡Que la aguanten!
—¿Nada de lo que denuncian es cierto?
—¡Hey! Le voy a decir una cosa: hay algo que sí es cierto. ¡Hey: eso yo lo he hecho!
* * *
Harry, el policía matapandilleros, me cuenta por primera vez una de sus técnicas para exterminar pandilleros. Él la llama “facilitarle el trabajo a la pandilla contraria”. Fuma recio mientras me lo cuenta, quizá como fumaba la mañana en la que se topó con un ‘jodeputa’ que se estaba escondiendo entre unos matorrales.
Al pandillero lo delató el caminado, pero sobre todo el malogrado escondite. Harry le mandó el alto desde el carropatrulla. El joven, de unos 17 años, salió del matorral. Cabizbajo. Abrió las piernas, cruzó las manos sobre la nuca. Cabizbajo.
Esperó. Esperó. Esperó.
Harry se bajó del carropatrulla. Tiró el cigarro, afianzó el tolete.
El cateo.
Harry le descubrió al ‘jodeputa’ 240 dólares y tres celulares.
—¿Así que venís de extorsionar, ‘¡jodeputa!’? –le dijo.
Toletazo a la pierna derecha.
Harry soltó una frase y hoy me la repite en cámara lenta:
—Rogá-a-Dios-que-sal-gás-vi-vo-de-es-ta, ‘¡jo-de-pu-ta!’
Más toletazos a la pierna derecha. El ‘jodeputa’ gimió, o más bien es Harry el que ahora gime. “Se le desmayó la pierna. ¡Ay, ay, ay!”, dice Harry. El ‘jodeputa’ fue esposado de las manos, por detrás, y fue aventado de frente a la cama del carropatrulla. “¡Aaaaay!”, gime Harry. La cara del ‘jodeputa’ se estrelló en el metal. Harry estrella su cara contra un escritorio. Ahora se pone de pie, y en sus recuerdos la punta de su bota derecha golpea el muslo derecho del ‘jodeputa’. Luego desamarró a su presa y volvió a amarrarla a una barra de hierro en la cama del pickup, ubicada detrás de la cabina.
El carropatrulla arrancó a toda velocidad. Serpenteó sobre las calles de una colonia inmensa. El ‘jodeputa’ se retorció cuando reconoció hacia dónde lo estaban conduciendo. El pickup se detuvo cerca de una cancha de basquetbol. La cara del pandillero sudó, los ojos lloraron. Un joven recordó a su mamá, a Dios, maldijo su ‘jodeputa’ vida y luego le rogó al ‘jodeputa’ que lo estaba torturando que no lo dejara ahí, donde lo mataría la pandilla contraria.
—Vea, micharlie, no me deje aquí... Aquí me van a matar, micharlie –dijo el pandillero.
Harry lo sentenció:
—Mirá, ‘jodeputa’, tenés dos opciones: rogale a Dios que no se den cuenta estos ‘jodeputas’ o corré duro, papá.
Harry se fue. Cruzó, subió y bajó; pero luego se detuvo y regresó por el ‘jodeputa’.
—¿Ya lo habían agarrado? –le pregunto.
—Yo no sé cómo hizo ese ‘jodeputa’, pero ya se había alejado bastantito, renqueando a toda prisa.
—¿Se arrepintió? –le pregunto.
—¿Yo? ¡No’mb’e! ¡Hey! Es que ya llevaba dos horas fuera de turno, y si mataban ese ‘jodeputa’ ahí, a mí me iba a tocar ir a investigar la escena. ¿Hasta las 9 de la noche? ¡Hey! ¡Ni a verga!
* * *
Hace tres años, Carlos Recinos, un sicólogo forense, dijo que la sociedad salvadoreña está adaptada a lo desadaptado. En el Instituto de Medicina Legal, Recinos trabaja con asesinos, violadores y con pandilleros con perfiles antisociales, sicópatas. En la sociedad salvadoreña hay civiles, policías y pandilleros. En El Salvador solo hay 15 sicólogos -con similar perfil al sicólogo forense Recinos- para atender a 23 mil agentes de la PNC.
Uno de estos sicólogos despacha en una oficinita minúscula de una delegación que no vale la pena mencionar. Es un señor viejo y flaco El Psicólogo. Cuando conoce a alguien siempre pregunta: “¿y usted adónde vive?”. Su oficina queda demasiado lejos de su hogar y al parecer El Psicólogo siempre busca quién pueda sacarlo del infierno por una vía más rápida que la que le ofrece el transporte público. En su oficina apenas y gira el ventilador que lo refresca. Es el único aparato eléctrico con el que cuenta. En una mesa hay un teléfono que no tiene línea y está cubierto por una gruesa capa de polvo. “Le voy a dar el número de acá”. Descuelga el teléfono y presiona un botón como para darle tono. “Sus pacientes me han dicho que no sirve esa línea”. Cuelga el teléfono. “¡Ah, sí! Tiene razón. Está cortada”.
Junto al teléfono hay un libro grueso y también cubierto de polvo que habla sobre el comportamiento de la psique humana. Un maletín negro, grueso y ancho, parecido a una caja, y todavía más polvoriento que el libro y el teléfono, descansa sobre el suelo. En el interior guarda unas encuestas con más de 500 preguntas y unas láminas de plástico transparente para evaluar las respuestas que escriben los policías. En la mesa hay un ejemplo de esas pruebas. Una hoja con muchos círculos blancos dentro de los cuales hay números. En cada línea hay manchas de color rojo en el centro de los círculos.
El Psicólogo tiene 18 años como sicólogo. Ha trabajado en cárceles, ha evaluado cadetes que aspiran a policías, ha trabajado con policías, se le han suicidado policías…
—En una sociedad como la nuestra, ¿en cuánto tiempo se trastorna la mente de un policía?
—Un policía que se ha graduado de la Academia se supone que está preparado para manejar el estrés. La vocación de servicio le da fuerza…
El Psicólogo es institucional. Le cuento el perfil de Harry, el policía matapandilleros. El Psicólogo levanta los hombros, arquea las cejas, abre grandes los ojos. No lo cree. Sus policías no actúan así. Le digo que conozco a uno que sí.
—En un caso hipotético como ese, porque yo no creo que suceda, lo hubiéramos detectado. ¡Eso se detecta! Esa persona necesita venir a hacerse una evaluación porque está manifestando un trauma sicopático con tendencias antisociales.
—¿Cómo las que presentan algunos pandilleros? -pregunto.
—No puedo comparar porque no tengo a la vista los casos, pero mire… ¡trabajar con gente así quiere ganas!
Muy pocos policías buscan a El Psicólogo. Un promedio de cinco al mes, según sus registros. Y quienes lo buscan lo hacen con un único propósito: que él les pase la prueba de las 500 preguntas con circulitos de colores para determinar si son aptos de llevarse el arma de equipo a casa. Los policías cuando salen de servicio vagan desarmados. Y los agentes quieren estar armados, porque cuando entran y salen de los territorios de pandillas, cuando vagan como civiles, se sienten presas. El Psicólogo recuerda que esa medida de privarles del arma de equipo se impuso hace nueve años, luego del alza de casos de policías que robaban amenazando con esa arma; que disparaban borrachos con su arma de equipo; que mataban a sus mujeres con su arma de equipo; que se suicidaban con el arma de equipo; que trabajaban como vigilantes privados, en sus días libres, con su arma de equipo; o que, en el mejor de los casos, simplemente la perdían.
Hoy día, para que puedan llevársela, deben pasar por un sicólogo, hacer la prueba de los 500 circulitos y no tener procesos disciplinarios abiertos. O simplemente no tener la mala suerte de caerle mal al jefe inmediato superior, porque aunque el sicólogo los apruebe, él nada puede hacer si el jefe inmediato superior rechaza la moción.
El Psicólogo no lo sabe, pero yo sé que Harry hace algunos años pasó por esta oficina y aprobó sin problemas su prueba de los circulitos. La conclusión de El Psicólogo fue que Harry estaba en pleno uso de sus facultades mentales cuando cometió algunos de los crímenes que ahora me cuenta.
* * *
Harry cree tener las respuestas para su “mal necesario”. Me las dijo una tarde, en su delegación, mientras observaba a un compañero recién salido de la Academia Nacional de Seguridad Pública, la institución que forma a los policías salvadoreños. La diferencia entre generaciones es notable. Harry está flaco, descuidado, ya le pesan los años y las ojeras, y su uniforme es viejo y sus botas están roídas y una pequeña barriga cervecera se le asoma detrás de los botones. Su nuevo compañero, en cambio, tiene un uniforme nuevo y bien planchado; el abdomen plano; la placa reluciente; la manga corta, cortísima, apretando unos músculos torneados; gelatina en el pelo; botas bien lustradas; pantalones apretados. El nuevo agente “se siente salsa”, según Harry.
Le pregunto si ese muchacho llegará a hacer lo que él ha hecho.
—Se le va la vocación a uno. Al ver todo esto así, tan hecho mierda, se le va la vocación. Lo ven bonito ser policía, y se entra con gran ánimo. Cuando uno recién llega mantiene esa vocación, pero luego o te relajás o siempre mantenés la vocación pero tratás de solucionar las cosas en lo que podás, de otras maneras...
Le pregunto cómo es que justicia se puede convertir en sinónimo de exterminio.
—¿Cómo es que he llegado a pensar estúpidamente? La palaba es la indignación. Es cuando se llega a sentir el dolor de las personas. “Mire, me voy a desplazar, porque si no me voy me violan a mi niña”. ¡Qué ‘josdeputa’! ¡Neta! Eso: llegar al punto donde uno dice que la única solución es matar, aun a riesgo de que lo descubran.
—¿Diría que es una práctica común en la PNC?
—No todos pueden hacerlo. Y tampoco es de que le digan “haga esto”. Agarrar a un ‘jodeputa’ de los pies, amarrarlo y zamparlo boca abajo en un pozo… ¡Y hacerlo mierda! A mí la ética, las normas internacionales me dicen que no. Pero lo hago. Una vez se me quedó un ‘jodeputa’.
—¿Se le ahogó?
—Lo reviví dándole rodillazos en la boca del estómago.
—¿Por qué lo estaba ahogando?
—Me habían matado a un informante y quería joderlos. Pero para eso necesitaba otro informante.
—¿Cómo es capaz de hacer eso?
—Uno tiene que estar al mismo nivel que ellos: aprender de lo bueno y aprender de lo malo. Ser bueno para la bueno y malo para lo malo. Aquí hay males necesarios en la PNC. Acciones que hacemos algunos policías no para afectar a la gente buena, sino que al delincuente.
—¿De dónde sacó que torturar es un mal necesario?
—Es que mire, por las buenas ya no se puede, ¡es paja! ¿Cuánto tiempo llevamos con las pandillas? ¿Cuántos planes se han inventado? ¿Dígame para qué han servido? ¡Neta! ¿Cuál ha sido el gran resultado de unidades como la Antipandillas? Yo no necesito andar botando puertas para solucionar este problema.
—¿Cree que la gente lo apoyaría?
—Al clamor de la sociedad tenemos algunas opciones. ¡Hey! ¡La gente ya no aguanta! A mí me vale que renteen a la Diana, a la Coca-Cola… Ahí pueden estar renteando pero eso me pela. A la gente que sí me debo es a la que está más jodida. Y lo yuca es que esa gente es la que también dice que la PNC no sirve, que está cayéndose. Y entonces uno dice: “Púchica, si algo pudiera hacer...” Póngale encuentro un pandillero lesionado… uno piensa en exterminarlo. “El ‘jodeputa’ se va a morir. En el trayecto al hospital se va a morir. ¡Hey! ¿Y si no se muere?
Es normal que los carropatrullas de la PNC tengan conos naranjas para detener el tráfico. Harry se pone de pie y a medida que habla lo imagino entrar a su carropatrulla y tomar uno de esos conos. Él levanta la bota derecha, y luego la suspende en el aire, a centímetros del suelo. Me mira mientras hace de equilibrista:
—¿Y si no se muere este ‘jodeputa? Va a seguir jodiendo. ¿Y entonces? “Ponele la bota. O ponele el cono y presionalo con la bota... y se muere”. (¡Paf! Estrella la bota contra el suelo). Yo he hecho eso.
Harry me confiesa que lo ha hecho una, dos, tres veces. 'Yo he hecho eso', me repite, y fuma y baja la mirada y cuando la levanta distingo en sus ojos un dejo que bien podría ser tristeza o arrepentimiento. Quién sabe. Solo él lo sabe.
—¿Y puede vivir con eso?
—Algún momento habrá que parar. Pero al calor de esos momentos ni se piensa. A mí lo que me jode de eso es que haya mucha gente y que te vean y murmuren y digan que uno es así.
—¿Usted se siente un “mal necesario”?
—Sí, hacemos algo estúpido, pero es un mal necesario. ¡Pero no basta eso! ¡Hey! Para solucionar esta situación no basta eso. ¿Cómo se puede ir más allá?
—Dígame usted.
—¡Volver a los viejos métodos! Uno de los viejos métodos que aprendí… bueno, que me contaron: es dividirlos entre ellos. Agarrar un cabrón, soltarlo, y regar la bulla. Decir que habló. Entonces ellos lo matan, agarramos a la clica y criteriamos a uno que haya participado del homicidio. Eso es matar dos pájaros de un tiro: se matan entre ellos y los metemos presos.
—Lo tiene bien claro.
—¡Hey! Usted quizá va a pensar que está hablando con el perfil de un asesino, pero es que algo hay que hacer, y tampoco con solo eso basta.
—¿Qué más puede haber aparte de lo que me ha contado? -le pregunto, y entonces Harry me cuenta algo que ha 'estado pensando'.
—Se mata a familiares de jueces, y se dejan signos de que fueron pandilleros.
—¿Y qué tienen que ver los familiares de los jueces?
—Ellos son un gremio bien unido. ¿Usted cree que si hacemos eso no van a condenar a todo esos ‘josdeputa’ que lleguen a los juzgados, por lo que sea? ¡Los van a condenar! Me corto las manos si no mandan al bote a todos los ‘josdeputa’ que lleguen por cualquier cosa.
—¿De verdad esas son las únicas soluciones posibles para acabar las pandillas?
—No, mire, en serio, ¿nunca se ha puesto a pensar, allá en casita, que la única solución es exterminarlos?
* * *
Un policía matapandilleros puede ser cualquier policía. En 2012 conocí a uno que tuvo que huir de su colonia, abandonar su casa, cuando se descubrió apuntándole en la sien a un pandillero del Barrio 18. Ese agente se había pasado de tragos, y en un arranque de matón justiciero creyó que su familia y las otras familias de su colonia vivirían más felices si eliminaba al hijo de la vecina, que era pandillero. Así es El Salvador: los policías de calle son pobres y los pandilleros también. Muchos conviven puerta con puerta, y la vida marcha normal hasta que alguien estalla. Aquel agente tuvo que huir, dejar su casa, junto a su familia, porque pronto supo que ni él ni su placa ni su pistola podrían contra el pandillero que se dijo ofendido y le juró venganza. Violencia se paga con más violencia.
Un policía matapandilleros puede ser cualquier policía. En la madrugada del 30 de abril de 2014, 12 policías llegaron, sigilosos, a una casa extraviada en un campo de la zona paracentral del país. Horas más tarde las noticias reportaron que cinco jóvenes, supuestos pandilleros, habían muerto en un enfrentamiento con la PNC. La versión oficial dijo que cuando los agentes llamaron a la puerta, los jóvenes les respondieron disparando con pistolas y escopetas. Cuatro de los cinco muertos tenían 17 años. No habían alcanzado la mayoría de edad. En los días previos a ese enfrentamiento, en Zacatecoluca, cabecera del departamento de La Paz, otros supuestos pandilleros atacaron a unos policías que buscaban las pistas de dos vehículos robados. A inicios del año el asesinato de la madre de un policía se presume fue el detonante de las batallas entre policías y pandilleros.
El día que cinco jóvenes cayeron en Zacatecoluca, alguien subió a la página de Facebook Valor Policial El Salvador las fotografías de los muertos. Dos de los jóvenes yacen tirados en el suelo, boca abajo. Otro está sin camisa, boca arriba. El cuarto quedó recostado de lado, y el quinto terminó con medio cuerpo guindado en una hamaca, la cabeza en el suelo, sobre un espeso charco de sangre. Quien haya tomado la secuencia llegó después del operativo. Quizá fue un policía o quizá un periodista al que dejaron acercarse lo suficiente a la escena para que con un teléfono blackberry tomara las fotografías. En la última aparece en primer plano un policía de espaldas, oculto en un gorro navarone. Al fondo hay una multitud. Acompañando a la foto, el administrador de Valor Policial El Salvador escribió: “familiares de los 5 ratas muertos en Zacatecoluca intentaron entrar por la fuerza a reconocer cadáveres”.
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Hace un mes, en su delegación, le pregunté a Harry sobre este caso. En ese momento ninguno sabía de la existencia de las fotos subidas a Facebook.
—Es muy raro que se haga así. Son actos descabellados los que yo le cuento, acciones de improvisto, al calor del momento. Es muy raro que se monte un operativo porque es bien difícil que con un grupo de compañeros armemos un operativo para ir a bajarnos a unos ‘josdeputa’. ¡Hey! Mucho color, amigo.
Semanas más tarde, cuando las fotografías se hicieron públicas, me reuní de nuevo con Harry, esta vez en un bar del centro de San Salvador.
—¿Ya vio las fotos? Fueron a matarlos, ¿verdad? -le pregunto.
Harry hace una mueca sucia, pícara. Le da un trago a su cerveza y le jala al cigarrillo.
—Ya las vi. ¡Lindas esas imágenes!, ¿verdad?
* * *
David Morales, el procurador de Derechos Humanos, dijo este año que han detectado 10 casos de homicidios en los que el modus operandi sugiere la presencia de grupos de exterminio. El procurador ha pedido a la PNC que investigue a fondo si hay policías detrás de estos crímenes contra pandilleros, dado que las denuncias acusan a hombres vestidos con trajes de la PNC. El director de la policía hasta el pasado 1 de junio, Rigoberto Pleités, negó categóricamente que sus agentes cometieran ejecuciones extrajudiciales.
* * *
Es mi última visita a la delegación de Harry, el policía matapandilleros, y me encuentro de nuevo con el agente recién graduado de la Academia. Sigue “bien salsa”, con su uniforme impecable, las botas muy lustrosas, la gelatina en el cabello y la manga corta mostrando el músculo moreno. Ni siquiera nos esforzamos mucho para llegar a un tema en común: los ataques de pandilleros contra policías.
—¿Se siente en guerra con los pandilleros? -pregunto.
—Así como una guerra no, pero esos malditos no se tocan el corazón para buscar joderlo a uno, a los compañeros. Por eso uno debe parárseles firme, porque ellos cuando se sienten con fuerza... ellos van midiendo el nivel de fuerza, igual que uno. ¿Sabe cuál sería una solución para esto?
—¿Cuál?
—Que los políticos se dejaran de babosadas, y que promulgaran una ley que diga que yo puedo matar a esta gente. ¿Sería como una pena de muerte, vea? Pero así, expedita, sin pasar por un juez. Que diga algo así esa ley: que todo aquel que sea pandillero, o sospechoso de ser pandillero, con tatuajes o sin tatuajes, o que todo aquel relacionado con pandillas…
*Con reportes de Fátima Peña