Los diez años posteriores a los Acuerdos de Paz de 1992 son extraños. El Salvador hizo las paces en el terreno político y militar, pero una hemorragia inatajable de violencia social anuló ese logro infinito. En paz los salvadoreños se asesinaron más que en guerra. Cifras de la Fiscalía General de la República hablan de 7,673 homicidios intencionales en 1994, de 7,877 en 1995, de 6,792 en 1996; tasas de 138, 139 y 117 homicidios por cada cien mil habitantes; en torno a veinte cadáveres cada día.
“Paradójicamente –interpretaron los académicos José Miguel Cruz y Luis Armando González en un artículo publicado en octubre de 1997 en la revista ECA, de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA)–, el establecimiento de la paz habría quebrado el 'equilibrio' del orden social impuesto por la guerra y habría provocado un desencadenamiento de los factores que alimentan la violencia: la delincuencia común, la circulación de armas, la debilidad de los aparatos de seguridad, etcétera”.
El párrafo final de la investigación es concluyente: “La violencia en El Salvador no es reciente, los registros y estadísticas sobre la misma señalan que este país centroamericano poseía las tasas más altas de homicidios del continente inclusive antes del decenio de los ochenta, cuando los conflictos regionales y los problemas de narcotráfico hacen elevar las estadísticas. En el caso salvadoreño, el conflicto armado de la década pasada incrementó las tasas de homicidios, pero el fin del mismo no significó la disminución de la violencia: los datos sugieren que el fenómeno se habría incrementado en los primeros años de la paz, para luego comenzar a descender”.
Lo más duro duró tres años, cuatro. En la segunda mitad de los noventa los salvadoreños se mataron menos. De 1996 a 2002 se pasó de diecinueve a seis homicidios al día, un par de círculos más cerca de la entrada al infierno de Dante. De 2000 a 2003 son los únicos años en los que la tasa se ubicó por debajo de la de Colombia, el eterno referente hemisférico negativo. También cayeron los indicadores de delitos contra la propiedad. Desde los ochenta la UCA realiza encuestas para medir la victimización con una pregunta simple: ¿Ha sufrido o ha sido víctima usted, o alguien de los que viven con usted, de algún asalto o hecho delincuencial en los últimos cuatro meses? En 1994 el 34% respondió que sí. En 1996, el 27%. En 1998, el 26%. Y en 2001, el 16%. La salvadoreña seguía siendo una sociedad irrespirable comparada con latitudes lejanas, pero cualquiera pensaría que las cosas no se estaban haciendo tan mal.
Y sin embargo.
La percepción no mejoró en sintonía con el descenso de los indicadores. Al contrario. A menos asesinatos y menos asaltos, más sensación de que la seguridad pública empeoraba. Cuesta no cuestionar el rol desempeñado por los moldeadores de la opinión pública. Por ignorancia, sensacionalismo o seguidismo de agendas políticas, el periodismo no acertó a retratar el nuevo país. Con sus tatuajes y sus señas, los pandilleros emergieron como chivo expiatorio idóneo a pesar de que –incluso al final de la década– representaban una fracción mínima del total de asesinatos. Los mareros mataban y morían, pero las maras no eran lo que son; sin embargo, llenaron páginas y más páginas de los diarios y minutos en radio y televisión, con coberturas superficiales, desenfocadas o tendenciosas.
El quince de enero de 1999, La Prensa Gráfica publicó un extenso reportaje que en portada era promocionado como 'Terror en Quezaltepeque' y su titular interior con letras agigantadas era 'Quezaltepeque rehén de la maras'; un despliegue digno de una amenaza nuclear a pesar de que en una pequeña notita complementaria, en un párrafo escondido, se decía que “en los últimos cuatro meses del año bajó el índice de los hechos atribuidos a las pandillas”.
El veintisiete de abril de 1999, una reyerta en el centro de San Salvador protagonizada por estudiantes de dos institutos, y en la que se utilizaron bombas hechizas, se saldó con seis heridos leves y daños superficiales en un autobús. El incidente fue la noticia más destacada del día siguiente en El Diario de Hoy bajo el titular 'Maras aterrorizan capital'.
La década 1992-2002 fue extraña pues. Los indicadores de salud, educación y de acceso a servicios públicos elementales como la luz, el agua potable o drenajes mejoraron como nunca antes. La economía creció y se dinamizó. El Producto Interno Bruto se triplicó. Incluso se cambió el modelo productivo imperante desde el siglo XIX: el café y el azúcar, que acaparaban el 33% de las exportaciones en 1992, apenas representaban el 5% diez años después. Todos esos cambios fueron amplificados con fidelidad por la prensa salvadoreña, progubernamental en su inmensa mayoría. Pero en materia de seguridad pública lo ocurrido roza el surrealismo. La realidad fue en un sentido. La opinión pública, en el contrario.
(San Salvador, El Salvador. Septiembre de 2014)
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Con ajustes mínimos, este texto es un pequeño fragmento de un libro-crónica que aborda en su complejidad el fenómeno de las maras, y que El Faro tiene previsto publicar en 2015.