El veinte de diciembre de 1998 el doctor Manuel Arturo Hernández manejaba firme por la carretera Panamericana, su amigo José Giovanny Cruz sentado a la par, cuando al pasar junto al desvío a Lolotique, a diez minutos de San Miguel, su carro fue ametrallado con saña. La carrocería terminó con veinticinco agujeros, y en la lotería de balazos el doctor y su amigo recibieron impactos no letales en manos y antebrazos. Las armas disparadas eran las reglamentarias de la Policía Nacional Civil. Quienes las dispararon, agentes del servicio de emergencias 121 que habían escuchado por radio el aviso de que un vehículo de tal y cual características volaba por la Panamericana. Los policías abrieron fuego a discreción porque supusieron, porque el carro se parecía, quizá porque no atendieron la señal de alto. Cuando los policías se acercaron y comprobaron que la habían regado, huyeron del lugar, como lo haría cualquier delincuente.
La historia suena excepcional rebuscada obtusa, pero no. Retrata con precisión el alma de la institución policial a finales de la década de los noventa, el talante dominante entre las personas que tienen el encargo constitucional, lo dice el artículo 159 de la Constitución, de “garantizar el orden, la seguridad y la tranquilidad pública, así como la colaboración en el procedimiento de investigación del delito, y todo ello con apego a la ley y estricto respeto a los derechos humanos”. Estricto respeto a los derechos humanos, dice.
Por justicia, sería injusto atribuir a la Policía Nacional Civil la responsabilidad exclusiva de que El Salvador siguiera siendo un esperpento de Estado de Derecho a finales de los noventa. Ministerio Público, judicatura, Ejecutivo, Legislativo... todo el sistema hacía aguas. El ametrallamiento del doctor y su amigo, de hecho, terminó en los tribunales porque se empeñaron en denunciarlo. Un mes después, el veintitrés de enero, seis de los agentes que dispararon y abandonaron a los heridos se sentaron ante la titular del Juzgado de Paz de Lolotique, Rosa Belis Cruz. Otros dos policías imputados no lo hicieron porque huyeron al saber que había una orden en su contra. La acusación era homicidio en grado de tentativa, y la juez, en un sospechoso derroche de generosidad, ni siquiera decretó detención provisional para la fase de instrucción. Les impuso medidas sustitutivas, como permanecer en el país o no acercarse a los ametrallados, pero los autorizó a seguir vistiendo el uniforme policial y a regresar a las calles.
“Cuando yo llego a San Miguel lo primero que hice fue zampar a 35 policías presos –dice el comisionado Julián Belloso–, porque yo tengo una tesis: si no limpiamos adentro, ¿qué putas vamos a limpiar afuera?”. El comisionado Julián Belloso estuvo al frente de la delegación entre 1995 y 1999. Le tocó ver de todo, al punto que el ametrallamiento de sus subordinados en el desvío de Lolotique se ha desvanecido de sus recuerdos. “No, si San Miguel era bravo... hasta sicarios había en la PNC”, dice.
En la Policía Nacional Civil había sicarios y ladrones y torturadores y bandosos y colaboradores de las pandillas. “Siempre ha habido policías de la 18 y policías de la MS”, apuntala Gustavo Adolfo Para Morales (a) El Directo, el pandillero de la Mara Salvatrucha que a finales de los noventa acaparó titulares por ser involucrado en diecisiete asesinatos cuando tenía diecisiete años.
De alguien vestido con uniforme azulón un marero podía recibir una paliza de muerte, o ser asaltado, o ser raptado y abandonado frente a la destroyer del enemigo. Pero no todo era malo: los uniformados también le vendían las armas con las que crecer la clica, o se dejaban sobornar para transar droga sin sobresaltos. La relación entre los pandilleros y la jura siempre ha sido compleja, tensa y cambiante. Hay quien ironiza con que en El Salvador las pandillas dominantes son tres: las dos letras, por la Mara Salvatrucha; los dos números, por el Barrio 18; y las tres letras, por la PNC.
(San Salvador, El Salvador. Noviembre de 2014)
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Con ajustes mínimos, este texto es un pequeño fragmento de un libro-crónica que aborda en su complejidad el fenómeno de las maras, y que El Faro tiene previsto publicar en 2015.