Anoche vi morir a un hombre. Se murió mientras nos mirábamos a los ojos. Es el segundo hombre que encuentro agonizando en la calle, con plomos en el cuerpo. Al anterior lo encontré hace cuatro meses y también se murió.
Ocurrió así: una muchacha regordeta brincaba en la calle, agitando los brazos haciendo algo que parecía un lloro desesperado o una risa histérica. Se me ocurrió que quizá estuviera borracha, o que mi novia me esperaba en el súper para hacer la compra, que no era asunto mío, que quizá era una trampa y que de pronto el hombre que yacía en la cuneta se levantaría, pistola en mano y yo lamentaría haber parado. Sería un estúpido. Bajé la velocidad y un carro hizo lo mismo. Paré y el carro paró también. Al menos ya éramos dos estúpidos. Luego llegaría un tercero.
La chica lloraba sobre un hombre sangrante que aún temblaba con espasmos involuntarios. Tenía unos enormes ojos grises abiertos de par en par y los dedos de las manos rígidos como contraídos por un ataque de epilepsia. Respiraba pesadamente y ella repetía un nombre que he olvidado y que tal vez fuera Alfredo: “¡Alfredo, Alfredo, despertá!”. Y ese hombre –quizá Alfredo- seguía tendido con los ojos abiertos sin dar señales de vida.
Según ella, iban saliendo de un humilde caserío en aquel Alfa Romeo negro cuando unos malos intentaron robarle el carro a su acompañante y cuando este se negó le pegaron un tiro y huyeron sin llevarse nada. Él, malherido, consiguió salir del carro, lanzar las llaves a la oscuridad y caminar hasta desplomarse a unos metros del carro abandonado en el que había unas gotas de sangre y una caja de pizza.
Lo puse de lado para que no se ahogara con su propia sangre y no supe qué otra cosa hacer, así que sujeté su muñeca para tomarle el pulso. Llegó otro tipo a la escena, que, como los anteriores, bombardeaba con llamadas al sistema 911.
Movía su panza con una respiración cada vez más débil y en la muñeca todavía se sentía la fuerza de la sangre bombeada. Estaba caliente.
De pronto la chica dejó de llorar y comenzó a mostrarse más interesada en que alguien la acompañara a buscar las llaves del Alfa Romeo lanzadas al monte. Todos nos negamos. Ella llamó a alguien para que fuera a recogerla y esperó en calma.
Pensándolo bien, aquel hombre no me miraba, se había ido ya a quién sabe qué oscuridad, a qué interior misterioso cerca, quizá, de la bala que se lo robaba y su cuerpo era solo un recipiente vaciándose. Pero aquellos grandes ojos grises estaba abiertos obscenamente, como absortos en un pensamiento increíble y me miraban, o los miraba yo, sin decir nada. De pronto pareció reanimarse: abrió grande su boca y aspiró largo, haciendo un ruido animal: “aaaaaaaj”, exhaló sin fuerza y yo sentí su aliento en mi cara. Aaaaaaaj, de nuevo y exhaló. Aaaaaaaj, otra vez y esta vez el aire se quedó dentro, dejándole la cara petrificada en un gesto de miedo: los ojos abiertos completamente y la boca formando una o. El bombeo en la muñeca se detuvo, presioné para buscarle el pulso y lo único que encontré fueron mis propias pulsaciones que se estrellaban contra su carne muerta.
Llegaron los paramédicos, le tomaron el pulso, le conectaron medidores en los dedos… Mientras tanto, la chica seguía buscando voluntarios que la acompañaran a buscar las llaves del carro. Ni escuchó cuando uno de los paramédicos le preguntó a una colega: “¿Tenés lecturas?” y ella respondió: “no”.
Yo le di una patada a una cerca metálica y me fui al carajo. Todavía me estoy preguntando qué significa aquello, qué grandes lecciones sacar, qué más puedo decir… qué cosa puedo decir yo que sirva de algo o que al menos signifique algo. Les prometo que no les contaré más nada de la próxima vez que encuentre a alguien muriéndose en la calle, lleno de tiros, a menos que me haya respondido yo solito mis preguntas.