Tras la cena de esta noche en la pequeñita ciudad de Durham, en Carolina del Norte, Estados Unidos, me he dado cuenta de que por tanto fijarnos en los pandilleros, muchas veces nos olvidamos de todos los demás.
Los periodistas, los políticos, los escritores, los… los salvadoreños en general solemos olvidarnos de los demás. De las decenas de miles que no son mareros, que solo son jóvenes.
Es una noche fría que nos obliga a dejarnos los suéteres puestos incluso dentro del restaurante San José Tacos and Tequila. Yo he venido a unas charlas en la Universidad de Duke, y esta noche he quedado con Arturo, un migrante salvadoreño que entró a este país sin permiso de nadie en 2001, y con una pareja de queridos amigos mexicanos también migrantes.
Supongo que es por la costumbre, a veces incómoda hasta para mí mismo, pero pocas veces logro despegarme del todo de la función de periodista. Siempre que hablo con un migrante, termino hablando de su viaje como indocumentado. Esta vez no fue la diferencia.
Arturo ya me había contado su viaje de manera somera. Eso ocurrió el año pasado, durante otra visita que hice a esta misma ciudad. Yo sabía que él es de Chalatenango, que migró en 2001, que viajó en un furgón, escondido entre la carga, para cruzar México, que entró a Estados Unidos por algún lugar entre Sonora y Arizona, y que llegó a este país para verse con una deuda de $6,000 por el dinero que le prestaron y que ocupó para pagar al coyote.
Con solo esos datos, yo ya estaba convencido de que el viaje había sido difícil. Pero, un carajo. Difícil es poco. A más detalles, más admiro a Arturo.
Pagó la deuda trabajando como lavaplatos, cargabultos, albañil, y ahora camionero. Pero antes, para llegar hasta este lugar frío tuvo que hacer peripecias. Cruzó la frontera de Guatemala y México por Los Naranjos, entre selvas y montes. Caminó seis días con sus noches comiendo sardinas con galletas cuando el coyote se las daba. En una ocasión, durante esa parte del viaje, recuerda que comió huevos fritos tres veces al día durante varios días que se detuvieron ya del lado mexicano. Recuerda muchas moscas. Recuerda ganas de vomitar constantes y una imparable diarrea. En la frontera con Estados Unidos, en Nogales justamente, caminó tres días con sus noches por los fríos montes y llanos cercanos al arroyo Mariposa, un lugar atestado de asaltantes. Lo deportaron dos veces, y lo volvió a intentar una tercera. Engañó a las autoridades, les hizo creer que era mexicano para que no lo regresaran hasta El Salvador, y una vez más, tras dos intentos, caminó tres días con sus noches. En Estados Unidos hizo lo que tuvo que hacer, durmió solo lo que pudo dormir, comió lo que en cada momento pudo comer, se olvidó durante años de cualquier momento de diversión. A sus veintitantos años, Arturo era un hombre que trabajaba. Eso era todo. De lavaplatos, de cargabultos, de albañil, de camionero. Trabajó, trabajó. Trabaja.
Arturo, durante un tiempo en El Salvador, vivió en Ilobasco. Allá estudió su bachillerato. Recuerda que para llegar hasta donde vivía con unos parientes, tenía que cruzar una zona dominada ya en aquel entonces por la Mara Salvatrucha. Recuerda que en ocasiones, por no ser miembro de esa fauna, lo golpeaban. Recuerda que él tenía pánico. Esa palabra usó. “Pánico”.
Pero él no es miembro de la pandilla. Él no es el Crazy ni El Crimen ni El Maniático. Él sigue siendo Arturo. Nunca fue marero. Ni siquiera lo pensó. Él es un hombre humilde y cordial. Es casi el cliché de un buen tipo, de un buen tipo de película mediocre. Un hombre que el domingo va a la iglesia, cada domingo. Un hombre que cuida su lenguaje y no sabe bien si tratarte de usted o si atreverse a llamarte vos. Un hombre que cruzó un camino que ningún hombre debería cruzar de esa manera, para ayudar a su familia pobre. Un personaje al que aún no le he logrado encontrar ninguna oscuridad.
A veces, decía el francés Georges Perec, en su libro póstumo, Lo Infraordinario, parece que los aviones solo existen cuando se desploman, y que los carros están destinados a chocar todo el tiempo. No nos fijamos en que por cada avión que cae, miles llegan a su destino, ni que por cada carro que se despachurra, otros miles siguen enteritos y rodando.
Esa misma injusticia, creo yo, aplicamos a muchos jóvenes. Parece que solo existen cuando mueren. Y, cuando mueren asesinados en un lugar pobre de El Salvador, además existen como delincuentes. Son declarados delincuentes ahí mismo. Son declarados delincuentes por el primer policía al que se le pregunta e inmortalizados como delincuentes por el periódico, noticiero o radio que tenga un reportero allá. A veces, pareciera que los jóvenes en El Salvador existen solo con tatuajes de pandillas, tras barrotes, en velorios con pisos de tierra, en ataúdes de pino y teca. Existen solo cuando este miserable país les logró cambiar el nombre: el nosequién de la clica nosequé. Pareciera que todos los jóvenes de este país son esos 60,000 jóvenes que dice el Ministerio de Seguridad y Justicia que pertenecen a las pandillas. Pareciera que no hay más.
El destino que le ofrecíamos a Arturo, a cambio de no caminar ese camino de mierda era un salario de $113.70 dólares mensuales. Eso gana un campesino en El Salvador por deslomarse todo el día: $3.79 al día. O, si se quieren sorprender más: $0.47 la hora. O, si quieren verlo en relación a la canasta básica: $10 dólares por debajo de lo que cuesta eso, lo mínimo para comer en las zonas rurales. Eso le ofrecíamos a Arturo.
Estoy convencido de que la parte difícil de este oficio –la más difícil, quiero decir- es hacer que la gente entienda en qué medida cada uno es parte del problema, para hacer que cada uno –en su medida- se sienta responsable de la solución. Que dejemos de decir: mátenlos, quémenlos, quémenlos, mátenlos, quémenlos otra vez, y nos preguntemos: ¿eso hice yo? ¿Eso hago yo?
Me cuesta entender a toda esa gente que sigue ahí cada día como Arturo, con honestidad, abriendo brecha sin joder a nadie. Siempre siendo jodidos, nunca jodiendo. Me cuesta entender cómo es que no todas las empleadas domésticas nos desvalijan la casa en venganza por los sueldos de mierda que les pagamos. Cómo es que los vigilantes de cuadra no nos agujerean con sus escopetas 12 o nos destazan con sus machetes. No lo hacen, se quedan ahí, 24 malditas horas bajo el sol, la lluvia, el calor, esperando a que uno se digne a ofrecerles un pinche café, una tortilla con lo que sea. Hombres y mujeres que a diario ven dónde vivimos nosotros. Hombres y mujeres a los que cada cierto tiempo les damos permiso de volver a sus casas y ver la miseria en la que ellos viven. Y siguen ahí, sin hacernos nada, abriendo el portón y lavando la ropa. Me cuesta entender a los buseros honestos –los hay, aunque no lo parezca-, puteados todo el día por todos nosotros, para llegar al final de una jornada asquerosa de trabajo a dormir en un lugar atestado de pandilleros. Me cuesta entender a los vendedores informales, cazando la cachada en lugar de salir a asaltar. Me cuesta entender al campesino que solo ocupa su cuma para cosechar. Me cuesta entender a Arturo ahí sentado, tranquilo, feliz, sin pronunciar un reproche en toda la noche. Sonriendo, sintiéndose privilegiado de que su amigo salvadoreño que da charlas en la universidad le dedique un poco de tiempo
Como todo agradecimiento, este sirve de muy poco. Como todo agradecimiento, este es simbólico, inservible para Arturo.
En fin.
Arturo, muchas gracias por no matarnos.