Cada día de marzo asesinaron a dieciséis salvadoreños. No fue un viernes negro. No fue un fin de semana disparado. No. Durante los treinta y un días se registraron en promedio dieciséis homicidios. Repito: dieciséis homicidios asesinatos muertes. Dieciséis. Uno dos tres ... nueve … doce … ¡dieciséis! Dieciséis personas. ¡¡¡P-E-R-S-O-N-A-S!!!
Consumidos quince años del ya no tan nuevo siglo, en las bases de datos de la Policía Nacional Civil (PNC) y del Instituto de Medicina Legal no hay registro de un mes tan violento como el pasado marzo. Pero lo preocupante, más allá de lo preocupante que son –que deberían ser– las cifras, es que no veo elementos, siquiera mínimos, que inviten al optimismo. ¿La pomposa marcha del 26 de marzo? Solo sirvió para evidenciar lo polarizada que está la sociedad, para demostrar que uno y otro extremo del arco político-partidario siguen viendo el tema de la seguridad como arma arrojadiza.
Me siento a escribir esta bitácora por algo que acabo de presenciar: salí a buscar almuerzo este Sábado Santo a la calle, en Antiguo Cuscatlán, y entré en un comedor en el que no suelo entrar; lo hice solo porque llamó mi atención lo que sucedía en la entrada. Parqueado enfrente había un envejecido pick-up Nissan Frontier de la PNC, nada anormal hasta ahí, pero en la puerta del negocio estaban de guardia dos alumnos de la Academia Nacional de Seguridad Pública, con lentes oscuras y ajustados chalecos antibalas sobre sus uniformes grises e impecables. Como supuse, adentro almorzaban policías, tres, fáciles de diferenciar de los compañeros no graduados de afuera, por sus uniformes oscuros y por su sobrepeso. Uno de ellos tenía su fusil plegado sobre las piernas, como quien pone una servilleta para no ensuciarse. Ninguno de los tres era un oficial. El comedor, popular, $1.90 pagué por unas chilaquilas, arroz, un pedazo de queso y una Coca-cola en botella de vidrio. Infiero que, por la ola de violencia que afecta al país en general –y a la PNC en particular–, en la institución han girado algún tipo de instructivo para que los tiempos de comida sean así: con custodia propia en la puerta del negocio. Y si esto se ve en Antiguo, una de las ciudades más tranquilas del país, ni quiero imaginar lo tensos que serán los almuerzos policiales en San Martín, Nahuizalco, Santa Cruz Michapa o Concepción Batres.
¿Una anécdota aislada de la que resulta aventurado extraer conclusiones? No lo creo. Vivo en un pasaje en el que, para ingresar, hay que pasar frente a un pequeño puesto policial. Hace unos días colocaron conos y barriles para que la pasada tenga que hacerse en primera o segunda, y en zig-zag. Junto a los conos ahora hay al menos un agente con un AR-15 en sus manos. En once años no había visto un dispositivo de seguridad así. Algo temen.
La PNC sabe lo que a este país se le viene encima.
Llevo años cubriendo el fenómeno de la violencia, y doy más significado a sucesos como los que he apuntado que a un centenar de declaraciones pomposas de comisionados, ministros, o ‘analistos’ de esos que se pasean de set en set pontificando sobre la seguridad aunque no hayan subido a un bus en la última década. Todos ellos parece que hablan solo para esa franja de la sociedad a la que no le afecta que en el país haya dieciséis muertos diarios o ‘solo’ cinco, parece que hablan solo para aquellos salvadoreños que en su diario vivir no saben diferenciar uno y otro estado, y que construyen sus miedos y sus prejuicios por la estridencia de los titulares de diarios y noticieros. Y esas voces pueden hablar y hablar paja sin que les suponga un costo, siquiera social, porque la cuota de muertos la ponen casi siempre los de abajo, los que viven en el bajomundo del que surgen los mareros y los policías y los soldados y las empleadas domésticas y los vigilantes y las vendedoras informales y los microbuseros y las... Son muertos que esta sociedad ha aprendido a digerir sin problemas, como si fueran estudiantes cristianos en Kenia o víctimas de un tifón en Filipinas.
Dicen que la muerte a todos empareja, pero en El Salvador no; hasta la muerte es clasista.
Escribo estas líneas y retumban en mi cabeza –en mis dedos– las palabras de Mario Vega, pastor de la Iglesia Elim, quien en noviembre de 2012 me dijo esto: “Si la Tregua se rompe, a la sociedad le espera una situación muy difícil de controlar. Las pandillas querrán demostrar que no están debilitadas, y querrán usar una voz más fuerte. Es la lógica de ellos”.
Pues bien, la Tregua ya se rompió.
(San Salvador, El Salvador. Abril de 2015)