1. A la tumba del arzobispo asesinado llegó un muchacho con uniforme de colegio. Quién sabe qué aflicción lo traía, quién sabe qué prisas lo llevaban apurado. Bajó las gradas dando saltitos, con la gracia de los adolescentes; se acercó con paso marcial, con el objetivo bien claro y se arrodilló frente al monumento en silencio. Inclinó la cabeza, con los ojos cerrados, mientras el pecho aún le respiraba agitado. Solo estuvo unos segundos, pocos segundos. Luego se llevó la mano a la boca y de esa boca salió un beso que luego depositó en la frente de bronce de Monseñor. Y se fue, con la misma prisa con la que llegó.
2. Son unos esposos, que además son maestros de la misma escuela, en un cantón semi-rural de San Salvador. Sobra decir que en ese lugar el gobierno lo ejerce a diario una pandilla, en este caso, la MS-13. Un día llegó una carta a la casa de los esposos, amenazándolos de muerte, a menos que pagaran un dinero que no tenían. Esa casa era todo el patrimonio de la familia. Una herencia que venía de una herencia que venía –quizá- de una herencia. Y tuvieron miedo. Pensaron en denunciar a la policía; pero tuvieron miedo. No confiaron. Lo comentaron al ministerio de Educación y les dijeron que ni modo. Entonces abandonaron la casa y fueron a vivir arrimados donde unos parientes, con un par de maletitas tristes. Ella no siguió enseñando en la escuela. Él sí, porque de algo había que comer. Y salía cada día, adivinando sombras, temiendo, temiendo, temiendo. Hasta que un día se hartó y decidió tomar una decisión radical: “Le dije a mi esposa: ya estuvo bueno, ¡vamos donde Monseñor Romero!”, sin importar que a Monseñor Romero lo hubieran matado hacía 34 años. Y fueron con una cartita, escrita en papel de cuaderno, y se la dejaron al santo en la tumba y le contaron sus aflicciones. Le contaron cómo sufrían y le pidieron ayuda. Al día siguiente volvieron a casa. Ha pasado un año ya y nadie ha vuelto a amenazarlos. No hay manera de convencer a los esposos de que aquello no es un milagro de Óscar Romero.
3. Eran menuditas, morenas y pequeñitas, con falditas de colegio remangadas en la cintura para estar más sexis. Se habían puesto colorete en la boca y algún maquillaje con brillantina en los párpados y se apuñaban para salir en la foto. Una de ellas, la de brazos más largos, sostenía un teléfono y las demás ponían sus mejores sonrisas y ¡clack! Se volvían a apuñar alrededor del teléfono y disentían y peleaban y “vos me tapaste” y “uy, no qué feya salí”…y volvían a repetir el procedimiento calculando que en la selfie saliera, entera, la tumba de Monseñor.