En la cochera de la Delegación Centro de la Policía hay unos 30 detenidos. La mayoría sin camisa. La mayoría muchachos. La mayoría flacos. Están sentados en el suelo. La mayoría con las manos en la cabeza y la cabeza metida entre las rodillas. Ninguno se queja de nada. Ninguno es golpeado en la cochera. Todavía no.
Ese es el grupo de los capturados antes del mediodía, en el operativo de búsqueda tras el asesinato del policía número 30 el lunes 29 de junio. El operativo ocurrió en la comunidad Las Palmas, en el barrio San Esteban –donde ocurrió el homicidio- y en el Centro Histórico de San Salvador, donde MS y Revolucionarios se disputan cuadra por cuadra el control de las extorsiones. En lo que va de 2015 han asesinado a 30 policías en El Salvador. Y en las calles se ha desatado algo que parece una guerra. En marzo el Presidente admitió que la PNC había matado a más de 140 sospechosos en enfrentamientos a tiros en un solo mes. Casi presumió de ello. Cada policía asesinado aviva ese fuego.
Son casi las 3 de la tarde. Por la radio empieza a escucharse una persecución. Algunos policías, jadeantes, persiguen a un grupo en los alrededores del mercado Tinetti, zona dominada por la facción revolucionaria del Barrio 18. Las voces de los oficiales que corren por el centro hablan de una bodega y piden a uno de los suyos que se baje de un techo, que finalmente tienen capturados a los últimos dos.
Por la radio de la Delegación Centro, tres voces repiten: “mátenlos”.
La voz de una mujer policía es insistente: “mátenlos. Maten a esos hijosdeputa”.
La voz de un hombre policía repite varias veces: “seamos inteligentes”.
La voz de otro hombre policía termina ese primer intercambio de opiniones: “maten a esos hijosdeputa. Aquí ya no nos caben. Aquí ya no caben más, mátenlos”.
Pasan 20 minutos.
Dentro de la delegación todos, a excepción de una subinspectora y un policía de seguridad pública, usan pasamontañas negros.
Aparecen dos pick up. En una clásica escena que puede verse en las notas policiales de cualquier noticiero del país, algunos agentes del Grupo de Operaciones Especiales y del 911, bajan a trompicones de los pick ups a jóvenes pandilleros –algunos con signos pandilleros tatuados- esposados con las manos en la espalda y sangrando de la cara. Lo dicho, esa es la escena normal que puede verse a cada rato por la tele.
Las cámaras de los periodistas que esperan afuera filman.
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El lunes 29 de junio de 2015 fue un día de ánimos exaltados en la Delegación Centro de la Policía. Por la mañana, un comando armado atacó un taller de reparación de autos de la Policía. Esos asesinos –pandilleros bajo toda lógica- asesinaron al policía número 30 que ha sido asesinado este año. Hubo persecución en diferentes barrios de pandillas del país. Hubo helicópteros. Hubo militares en las calles y policías con pasamontañas por doquier. Llenaron pick ups con sospechosos. Casi todos los sospechosos eran jóvenes menores de 30 años. Los llevaron a las delegaciones en vías de investigación. A la mayoría la llevaron a la Delegación Centro, un edificio descuidado cerca del Parque Infantil. Una vez adentro, los destrozaron a patadas, los asfixiaron. Ese lunes tres policías fueron asesinados. Cuando yo vi lo que vi adentro de la delegación, aún vivían dos de los policías asesinados ese día, pero la ira ya era el sentimiento dominante.
La mayoría de los policías adentro de la delegación no tenía idea de que yo soy periodista. Varios reporteros estaban en la acera de enfrente de la delegación esperando que la Policía presentara a los capturados tras el asesinato del agente en el taller mecánico. Yo estaba ahí por una situación distinta: en esa redada, la Policía había capturado a seis de mis fuentes justo cuando se presentaban a una entrevista. Yo había acordado reunirme con 14 personas de otro departamento del país en un lugar cercano a la comunidad Las Palmas. Uno de los vehículos desde los cuales la Policía sospecha que se disparó contra el taller mecánico apareció abandonado muy cerca de esa comunidad. La Policía hizo un operativo en Las Palmas, bastión del ala Revolucionaria de la pandilla Barrio 18, bastión de uno de sus líderes nacionales, El Muerto de Las Palmas, preso en máxima seguridad. Cuando dos motocicletas de la policía vieron bajar de un autobús a varias personas cerca de esa comunidad, decidieron intervenir. Arrestaron a los seis jóvenes del grupo, uno de ellos menor de edad, y dejaron a ancianos y mujeres. Los seis fueron arrestados justo frente a la casa donde habíamos pactado la cita. La Policía rondaba con una consigna: agarrar a todo el que parezca pandillero. Llenar los pick ups.
Seguí a los detenidos hasta la Delegación Centro. Logré que me dejaran entrar y esperar en la recepción hasta que uno de los jefes saliera de una reunión y yo pudiera explicarle la situación de esos seis arrestados. La recepción queda al lado de la cochera larga donde tenían sentados y con los brazos en la espalda a las decenas de jóvenes en vías de investigación. Los detenidos no dejaban de llegar. La cochera puede verse desde una amplia ventana. La recepción tiene un radio central donde se escuchaba lo que los policías que peinaban el terreno decían. Estuve en esa sala desde las 3 hasta las 4:42 de la tarde de ese lunes.
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En una fila india apurada por las patadas de los oficiales en los culos de los detenidos, los detenidos entran a la delegación. Lo normal.
Las cámaras ya no filman aquí adentro.
Todos los detenidos se caen en la recepción de la delegación. Van cansados probablemente por el intento de huida. Escupen bocanadas de saliva y sangre. Se caen porque van esposados con manos a la espalda y porque son empujados por los policías. Caen al suelo y son levantados de una patada por algunos de los agentes que los traen. Patadas en costillas y cara. Uno de los detenidos, uno flaco y moreno que no aparenta tener más de 17 años, llora y recibe su patada. Le impacta en la cara.
El sexto de la fila, un joven más fornido que parece tener más de 20 años es el último de la fila. Cae en la recepción, frente al escritorio donde en circunstancias normales los policías reciben las denuncias de cualquier ciudadano. Dos policías con pasamontañas, uno del GOPES y otro del 911, lo rodean. Patean con sus botas su pecho. Lo patean con la fuerza que un portero patearía una pelota para despejar. Retumba como cuando alguien golpea fuerte una pared. El detenido vuelve a caer. Escupe sangre y saliva. Más que la primera vez. El policía flaco del 911 vuelve a patearlo dos veces. Costillas. Retumba. Cara. Cruje.
La última patada se la dan antes de levantarlo. El empeine de la bota le entra en la garganta y la punta le impacta la barbilla. Escupe más sangre espesa. Se atraganta. Hace ese sonido carrasposo del que respira tras aguantar bajo el agua todo lo que pueda aguantar. Lo lanzan a la cochera. Cae de cabeza contra el muro. Un agente le pone la rodilla en la cara. Es lo que han hecho con los demás mientras pateaban en la recepción a este último.
“Aquí se mueren”, grita un policía.
Unos 20 agentes, hombres y mujeres, observan la escena. Algunos comen nances. Nadie dice nada.
En ese momento, ninguno de esos hombres había sido detenido. Minutos después, un policía explicará a un familiar afuera de la delegación que esos hombres están “retenidos”. Que no hay cargos contra ellos, que están en “vías de investigación”, que si no les encuentran antecedentes, “saldrán libres esta misma noche”. Bajo toda lógica, muchos de los detenidos ni siquiera son pandilleros, solo jóvenes que parecían pandilleros según el policía que los detuvo.
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A las 8:30 de la noche del lunes 29 de junio, horas después de las patadas, un mando medio policial me confirma que de los “más de 40 detenidos” que fueron llevados a la Delegación Centro ya solo quedan “unos diez. Los demás fueron liberados sin cargos”.
Este martes 30 de junio, la Prensa Gráfica publica una nota en su sección de judiciales. Se titula: “Fiscal critica a la PNC por hacer ‘capturas por capturar’”. En la nota, el fiscal general del país, Luis Martínez, asegura que en muchos casos las capturas no son sustentadas, y dice: “Nosotros en la misma Fiscalía los dejamos libres, porque no vamos a someter a nadie a un proceso injusto”.
La semana pasada, tras el asesinato de dos militares que custodiaban una terminal de transporte cerca del Centro de la capital, la Policía capturó a 53 personas a las que vinculaban al crimen. 72 horas después todos –todos- fueron liberados sin cargos.
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A la cochera han entrado cuatro detenidos más. Uno es un pandillero con la cara tatuada al que no se le distinguen las marcas debido a la sangre que le mana de la nariz y de la frente. Los otros tres, tres niños: ninguno sangra ni va esposado. Una niña de unos 15 años, un niño de unos 15 y otro de unos 13. Todos se suman a las filas de detenidos de la mañana.
A un lado de la cochera están sentados y con la cabeza entre las rodillas los detenidos antes de las 12 del mediodía. Más cerca del portón, sobre rastros de saliva y sangre, se revuelcan los capturados en el operativo en el mercado Tinetti, todos esposados con las manos en la espalda. Ningún policía ha hecho ninguna pregunta a ninguno de los detenidos. Esto, de momento, no es un interrogatorio. Los golpes no son acompañados de preguntas, solo de otros golpes e insultos.
Uno de los esposados, el que entró último de la fila, el que recibió todas aquellas patadas, llora y, acostado boca abajo, grita por ayuda.
“Ayúdeme, señor, ayúdeme. Me estoy muriendo. Écheme un poco de agua en la cara. Me muero.”
Otro de los detenidos le dice:
“Calmate, respirá, tratá de respirar”.
Retumba otra patada. “Callate, hijueputa”.
El más golpeado de todos sigue pidiendo que le tiren agua en la cara. Un policía hace una oferta:
“Si querés, te podemos orinar”.
A gritos, el muchacho responde:
“Meame, meame”.
Silencio.
Un policía dice:
“Ey, calmate, vos, no te pelés”.
La escena se repite, casi igual, dos veces más.
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El Salvador es desde 1987 firmante de la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura. En ese documento creado en 1985 en el seno de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se lee: 'se entenderá por tortura todo acto realizado intencionalmente por el cual se inflijan a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales, con fines de investigación criminal, como medio intimidatorio, como castigo personal, como medida preventiva, como pena o con cualquier otro fin. Se entenderá también como tortura la aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la personalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica'.
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Han pasado más de 20 minutos desde que los últimos detenidos entraron. Una policía se ha dado cuenta de que soy periodista. Ha bajado el volumen del radio y le ha dicho a un colega: “él no tendría que escuchar esto”.
El muchacho que pedía agua ya solo solloza. Aparece un enfermero sin nada en las manos. Parece –la pared no me deja ver- que se acerca a revisar al muchacho.
Aparece desde adentro de las instalaciones la comisionada Nery Sayes, jefa de la delegación, que estaba reunida con otros mandos policiales. Le dice al muchacho que no se mueva.
“No te movás, por eso se te mueven las costillas. Vos solito te vas a hacer más daño”.
Otro de los detenidos dice que padece del corazón. Otro dice que no puede respirar. Dice: “Aquí me acaban de quebrar la nariz”.
El muchacho que pedía que lo orinaran repite que se muere.
Me paro para poder ver la escena.
La mujer policía que bajó volumen al radio y el policía que custodiaba la recepción me piden que me siente. Les digo que espero a la comisionada. Me piden que me vaya.
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Jueves 2 de julio. Atiende el teléfono celular la comisionada Sayes. Le explico lo que vi. Le pregunto si es normal que eso pase en su delegación.
“No. De hecho, salí porque me avisaron que pasaba algo raro. Un oficial me dijo: ‘hay gente que se está ahogando’”, contesta.
Le pregunto por los resultados de las capturas. Responde que uno de los capturados tenía orden de captura.
Le pregunto de nuevo si patear en la cara a un detenido esposado es algo normal en su delegación.
“No es procedimiento. Ya esposados están vulnerables. Media vez se espose es una persona a la que hay que cuidar”, dice.
Le pregunto qué fue entonces lo que pasó.
“Ellos suelen exagerar cuando ven que hay alguien que no es policía y los escucha”, dice.
Le explico que los detenidos nunca supieron que yo era periodista.
“Mire, uno decía que era asmático. Uno se tiraba contra la pared. Le dije que dejara de golpearse. Uno gordito se cayó del techo (cuando huía). El asmático ni sabía qué es un ventolín. No hubo que llevar a ninguno a un centro asistencial. Había uno con golpes, no lo niego. Ellos hacen mucha pantomima. Dramatizan más de lo que pasa. Hay gente que se golpea para luego denunciarlo. Uno se tiraba contra una pared solito. Les dije que lo filmaran”, explica.
Le pregunto si lo filmaron mientras se golpeaba. Dice que no.
(Horas después de hablar con la comisionada hablo con seis de los detenidos que fueron liberados la misma noche. Son seis del grupo de los que estaban sentados con la cabeza entre las rodillas. Les cuento la versión de que uno de los golpeados se golpeaba contra la pared. Los seis ríen. Niegan. Les pregunto si lo vieron. Uno de ellos dice que sí, que se revolcaba porque “le habían gaseado la cara”. Dice que lo vio de reojo porque “si sacábamos la cabeza nos daban patadas, macanazos o toques eléctricos”).
Le explico a la comisionada que a algunos de los detenidos, ya esposados, ya dentro de la delegación, les dieron patadas en costillas, cara y garganta a la par mía. Le digo que lo vi.
“Eso sería bueno denunciarlo, porque no es procedimiento adecuado”, dice.