Berlín no es Alemania, pero tampoco parece El Salvador.
De ahí mi desconcierto cuando el bus 354, después de serpentear por la sierra de Tecapa-Chinameca, llega a su destino, se detiene a una cuadra del parque central, y lo primero que veo al bajar es a tres policías con chalecos y escopetas que retienen contra la pared y manos en la nuca a un joven espigado y dócil. Un agente le saca la cartera de la bolsa y la revisa sin pudor. Otro le trastea el celular. Al poco lo dejan ir, ileso.
Desconcierto porque a Berlín (Usulután) me trae la convicción de que es un lugar tranquilo en parámetros salvadoreños. Durante la última década este municipio presenta tasas de homicidios más parecidas a las de Costa Rica que a las de El Salvador. Incluso en los últimos dosquetrés años, cuando la violencia en los alrededores (Santiago de María, Tecapán, Mercedes Umaña…) se ha disparado, acá se han mantenido abajo, con un homicidio cada tres o cuatro meses. Vengo, de hecho, a buscar los porqués de esa tranquilidad.
La requisa al joven espigado resulta el inicio de la paradoja. Todo el parque central es un vaivén de policías con caras serias y armas largas. Están esperando a que termine una misa de cuerpo presente en la luminosa iglesia de San José, ubicada en uno de los topes del parque.
Adentro, en un ataúd gris, está Roberto Carlos Alejo, 31 años, exempleado de la ruta de microbuses 140. Unos pandilleros lo asesinaron tres días atrás en la comunidad Los Olivos, en San Martín, en el área metropolitana de San Salvador. La madre, oriunda de Berlín, creyó conveniente enterrarlo en el terruño del que escapó hace mil años. Y en el pueblo se ha regado la idea de que la misa es por un marero.
“Los vecinos nos avisaron de que habían venido jóvenes que nadie conocía”, me dirá pasado mañana el subinspector Francisco Pérez.
Cuando el padre Cándido finaliza con aquello de ‘pueden ir en paz’, el ataúd sale en volandas, cargado por puros hombres, y detrás camina una treintena de dolientes, mayoría aplastante de mujeres. En la puerta esperan un viejo pick-up Nissan Frontier acondicionado como carro funerario y una Coaster de la Ruta 140. Pero los agentes se meten entre el grupo, seleccionan a tres jóvenes y los apartan contra la pared y manos en la nuca. La escena se asume con extraña naturalidad.
Suenan campanas a muerto: dos repiques, silencio largo, otros dos repiques. Algunos familiares se lamentan, pero sumisos. “Son de un cantón”, dice una señora. “Son sanos”, dice otra. “Es por el bien de ustedes; si no hay problema, no los vamos a detener”, replica un agente, pura amabilidad. “Él es primo del difunto, el otro también... ¡los tres son primos!”, insiste una señora. Pero cero crispación. Los agentes invitan a que el grupo se encamine hacia el cementerio en la Coaster, que los tres los alcanzarán si no deben nada. “Hacen su trabajo”, dice un doliente. “Al finado lo trajeron de allá, y para la tranquilidad del pueblo es lo mejor”, dice otro. La crítica más sonora que anoto en mi libreta es esta: “Los policías actúan sin tener en cuenta el dolor de la gente”. A los 10 minutos, tras chequear por radio que están limpios, les devuelven sus documentos y, hoy sí, pueden ir en paz. El parque regresa poco a poco a la normalidad.
Me acerco a un agente que ha demostrado voz de mando. “Cuando vemos movimiento de personas que no son de Berlín, como autoridad tenemos la obligación de identificarlos”, me dice, “y al finado como lo traían de allá… la gente siempre nos informa de cualquier situación”.
No parece El Salvador.
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Cuenta la leyenda que Berlín se llama Berlín por un naufragio: el barco en el que viajaba desde Costa Rica un misterioso alemán-berlinés llamado Serafín Brennen se hundió frente a las costas salvadoreñas, dicen que en 1884.
El señor Brennen se instaló en el valle de Agua Caliente, que pertenecía a Tecapa (hoy Alegría). Se integró tan bien con los lugareños que, cuando en octubre de 1885 el presidente de la República Francisco Menéndez firmó el decreto que autorizaba la creación de un pueblo en el valle, los beneficiados avalaron el nombre de Berlín por ser la ciudad natal del extranjero, quien formó parte de la primera municipalidad.
Con el café como motor económico y un clima suave por sus mil metros de altitud como reclamo, el pueblo creció rápido y bien: solo necesitó de dos décadas para recibir el título de villa vía decreto, y una década más para el de ciudad.
La actual bandera alemana (franjas horizontales negra, roja y oro) es la bandera oficial de este municipio del departamento de Usulután, que está a 110 kilómetros de la capital, que ronda los 17,000 habitantes, y que pierde población año tras año a pesar del influjo de LaGeo, la empresa estatal de producción geotérmica que tiene en Berlín y alrededores los campos más activos de El Salvador.
Hoy Berlín es una ciudad cordial en la que el alambre razor escasea, de tiendas sin barrotes ni guardias de seguridad, de viviendas con la puerta abierta, una ciudad en la que uno puede sentarse en la acera al caer la tarde para platicar con sus vecinos, y en la que la gente saluda al extraño como si lo conociera. Pinceladas no tan genuinas, pero lo que en verdad singulariza este asentamiento es que no hay clicas ni canchas ni placazos ni ‘Ver, oír y callar’. No hay maras en Berlín.
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El Ministerio de Educación tiene registrados 32 centros educativos y un único instituto: el Instituto Nacional de Berlín, el INB.
—Esta es una ciudad tranquila –dice Saúl Flores González, don Saúl, el director desde hace más de una década.
En El Salvador, la educación secundaria es un termómetro confiable para medir la temperatura de las maras. Basta meterse en el baño de los varones para calibrar su influencia. En los del instituto berlinés hay algún que otro garabato y rayón que dicen ‘MS13’, ‘NLS’, ‘XV3’... pero son escasos, malhechos y furtivos, con dejo de travesura. Pesa más que, para ingresar al INB, en el portón no haya policías ni soldados ni seguridad privada, lo habitual en amplias zonas del país. Aun así, don Saúl está preocupado. En los últimos años, el número de jóvenes procedentes de otros municipios que se matriculan se ha disparado. Varios provienen de allá, de Apopa, de Soyapango, de San Miguel, y algunos de los que vienen con 11, 12 o 14 años traen el alien dentro.
—Los lunes hacemos una formación general –dice don Saúl–, y yo les pido de favor que tratemos de respetarnos, que nosotros respetamos su uso de tiempo libre, pero que tratemos de mantener el instituto sin marcas de maras, que hagamos de la institución una zona neutral, y que aquí ninguno es dueño de nada. Les digo que sus hijos algún día estudiarán acá y que hay que cuidar lo que tenemos.
Junto a la cancha de baloncesto, lugar en el que los forman, destaca un mural de letras grandes sobre una pared: “Tus padres invierten tiempo y dinero en tu educación; no los defraudes”.
—¿Funciona decirles eso los lunes?
—Sí. Yo se los digo con todo respeto.
—¿Un discurso una vez por semana? ¿Eso es todo?
—No. La clave son los proyectos sociales, y en eso estamos varias instituciones involucradas. Por ejemplo, nosotros tenemos de 60 a 80 jóvenes en la banda de paz. Vienen de 4 a 6 o 7 de la tarde, todos los días. Si no estuvieran acá, estarían en el billar. La vitamina es que el joven pase ocupado, pero para eso se necesitan recursos.
Que el joven pase ocupado, dice don Saúl. Tan sencillo y tan complicado.
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El mercado municipal de Berlín no ganaría un premio a la limpieza, al orden o la decoración, pero tiene una virtud invaluable: ninguna clica de la Mara Salvatrucha o del Barrio 18 ha establecido –bajo amenaza de muerte– una cuota a los vendedores.
“Pasan cositas, pero puede decirse que es tranquilo”, me cuenta en su cubículo con aspiraciones de despacho Salvador Peña, el administrador durante cuatro años. Sabe de puestos y negocios a los que han tratado de rentear, pero en Berlín esos abusos por lo general se denuncian. “Todos los habitantes están pendientes, nos conocemos la mayoría, y la Policía actúa rápido”, dice.
Peña resulta convincente cuando me niega la presencia de pandillas, pero tampoco hay que pecar de iluso: si fueran una amenaza, no se lo confiaría a un periodista con la grabadora encendida.
A una cuadra del mercado, sobre la avenida Simeón Cañas, está el Juzgado de Primera Instancia de Berlín. La secretaria, Ana Margarita Bermúdez, me deja revisar el Libro de Entradas, un voluminoso cuaderno manuscrito donde están registrados todos los procesos abiertos este año. Los artículos del Código Penal que más se repiten son el 346, tenencia, portación, conducción ilegal o irresponsable de armas; el 142, lesiones; y el 367, trata y tráfico de personas, el coyotaje.
La extorsión es la principal fuente de ingresos de las pandillas salvadoreñas, y Berlín parece territorio liberado. Se ha dado algún caso puntual, de clicas establecidas en municipios aledaños que amenazan por teléfono o incluso de delincuentes que se hacen pasar por mareros, pero parece no existir el pago de la renta.
Lo dicho: no parece El Salvador.
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La Policía Nacional Civil registró un único homicidio en Berlín durante 2014. En Mercedes Umaña hubo 15. En Ozatlán, 10. En Alegría, 11. En Tecapán, otros 10. Todos son Usulután, y todos, pueblos con menos habitantes.
—¿Esto es tan tranquilo como los números parecen indicar?
—Sí.
Responde el subinspector Francisco Pérez, 43 años de edad, 22 años uniformado. Lo han enviado siete meses como jefe de la subdelegación, un interinato, y va camino de cumplir la mitad. Antes estaba en la delegación de Usulután, en el Sistema 911. Y más antes, en Santa Tecla, en San Marcos, en La Libertad… sabe lo que es trabajar en lugares con alta incidencia de maras.
—Aquí es más calmado por el nivel de coordinación, tanto entre las organizaciones vivas del municipio como con la población. La gente nos avisa si un muchacho da marihuana a nuestros jóvenes. Y ahí entramos nosotros.
—¿Llegan muchos jóvenes de fuera?
—Hoy sí están viniendo muchachos en conflicto con la ley en otros municipios, sobre todo a los cantones. Pero cuando tenemos conocimiento de alguien sospechoso, inmediatamente hacemos la visita.
Las colonias más conflictivas son La Chicharra, la Bográn y la Primavera. En esta última, por la zona de la canchona, apareció un placazo de la Mara Salvatrucha.
—Llegan sujetos de grupos delincuenciales –dice–, pero no dejamos que se establezcan.
El subinspector Francisco Pérez remarca cada vez que puede la colaboración entre los berlineses y sus policías. Se ha implementado “bastante bien” la filosofía de la policía comunitaria, que exige confianza mutua entre ciudadanos y agentes, una confianza imposible de construir si hay detenciones arbitrarias, si se requisa con violencia y prejuicios, o si se realizan ejecuciones sumarias.
Pero la institución rota a los policías de una delegación a otra. Y pasa que a alguno lo mueven de zonas calientes, de allá, y trae dentro el alien de la represión desmedida.
—Pero en Berlín inmediatamente uno observa que la incidencia delincuencial es diferente, y nosotros mismos nos adaptamos –dice, huidizo.
La relación policías-ciudadanos en Berlín no es tan de color de rosa como la pinta el subinspector Francisco Pérez, pero existe, se cultiva y, en general, se aprecia por ambas partes. En el contexto salvadoreño suena revolucionario.
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Las ciudades de Santiago de María y Berlín están separadas por 13 sinuosos kilómetros de carretera, ambas enclavadas en la sierra de Tecapa-Chinameca. Tienen 19,000 y 17,000 habitantes, respectivamente, y un único instituto nacional. Las dos se fundaron a finales del siglo XIX, y evolucionaron de la mano, con el café como motor. Desde los ochenta son punto de partida de la migración. Por compartir, comparten incluso el clima.
Pero en Santiago de María el fenómeno de las maras germinó hace unos ocho años, y la ciudad es hoy una de las plazas fuertes del Barrio 18-Sureños. Durante 2014, los forenses de Medicina Legal recogieron 25 cadáveres de sus calles y veredas.
Desde que ayer llegué a Berlín no he tenido una plática en la que no ha surgido el ejemplo santiagueño, como la trágica consecuencia de bajar la guardia ante las maras. Mañana el alcalde berlinés me contará que un adolescente de su pueblo no puede hoy abordar un bus e ir tranquilo a Santiago de María, que su vida corre peligro tan solo por su procedencia. El Duicentro comarcal está en el santiagüeño barrio Concepción, y un microbús municipal tiene que hacer viajes especiales, custodiado por el Cuerpo de Agentes Municipales, para que jóvenes berlineses saquen en grupo su dui, por temor a ser atacados por pandilleros.
Santiago de María sí parece El Salvador.
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La madrugada del 8 de septiembre del año 2000 Berlín se echó a las calles. Un día antes, por una orden girada desde San Salvador se había vaciado la pequeña cárcel contigua a la municipalidad. En el pueblo se corrió la voz de que la llenarían con medio centenar de menores infractores del Barrio 18 que al gobierno le urgía sacar del penal de Ciudad Barrios, después de un violento motín que se saldó con un joven destazado y decenas de heridos.
Un nutrido grupo de vecinos, convencidos de que un centro de inserción de menores dieciocheros a una cuadra del parque central era una mala inversión, se opuso con cortes de calles, llantas quemadas y barricadas humanas. Jueces y sacerdotes trataron de convencerlos, pero nada. La Policía intervino, pero nada. La determinación fue tal que el traslado se suspendió.
—Todo mundo se quedó asombrado, porque se manifestó Berlín entero.
Habla Héctor Alvarado, berlinés de 47 años que aquella noche quiso, pero no participó en la protesta. Él trabajaba para la Dirección General de Centros Penales, como encargado de seguridad precisamente en la minicárcel que querían taquear de mareros.
—No me manifesté –dice–, pero estaba con ellos, porque sabía que si los dejaban entrar, todo se nos iba a desbaratar.
Héctor hoy es instructor de deportes en la sede berlinesa del gubernamental Instituto Nacional de la Juventud. Trabaja con jóvenes. Cree que el espíritu que llevó a los vecinos a manifestarse aquella madrugada de 2000 contra los pandilleros sigue de alguna manera vivo.
—Pero como comunidad no tenemos que dormirnos. Este es un virus y lo tenemos muy cerca: en Santiago de María y en Mercedes Umaña.
—¿Por qué en esos pueblos sí y en Berlín no?
—Acá como que la ciudadanía ha tomado más conciencia, y todos los actores locales contribuyen en la prevención. Por eso aún no estamos contaminados.
—¿Cómo es la relación con los policías?
—En Berlín nos conocemos todos; si no es por el nombre, por el apodo. Y si viene gente de afuera sospechosa, siempre alguien llama a la Policía. Tienen un papel muy importante en todo esto, y vemos que los agentes se preocupan por identificar a la gente que es de Berlín.
Admite que hay agentes a los que se les va la mano, sobre todo los que vienen de alguna rotación. El tema, dice, se ha abordadp en el Comité Municipal de Prevención de la Violencia.
—Pero es que hay jóvenes acá que no son de pandillas, pero llevan gorra plana y la ropa ancha. Lo hacen por desconocimiento, porque no saben los problemas que podrían tener si salieran de Berlín vestidos así. Sé de algunos a los que cuando los policías los han requisado, les han quitado las cachuchas y se las han enconchado, para que no parezcan de pandilleros.
En el discurso de Héctor, los excesos policiales suenan a mal menor, a algo llevadero ante una amenaza como las maras.
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¡Han matado a alguien en Berlín!
Me entero en flagrancia cuando, después de tres días acá, entro en la subdelegación para solicitar la entrevista con el jefe policial. El agente tras la mesa que hace las veces de recepción me dice que no podrá ser, que el subinspector ha salido porque hubo un homicidio en el caserío Los Cañales. No me da detalles. Quizá no sepa más. Acaba de suceder. Salgo disparado, paro el primer mototaxi que cruza, y trato de explicar a dónde tenemos que ir con los pocos datos que el policía me ha facilitado. Pero el mototaxista ya sabe. El fallecido es un compañero.
El desvío a Los Cañales está sobre la calle que baja a Mercedes Umaña, a unos dos kilómetros del parque central. Llegar nos toma menos de cinco minutos. La Policía tiene acordonada la zona con cinta amarilla a la altura de una inexplicable pasarela metálica, unos 200 metros calle adentro. Faltan minutos para las 4 de la tarde. Entre curiosos, familiares y compañeros de trabajo del joven de 23 años asesinado, llamado Víctor Mauricio Sigarán, ya suman la cuarentena.
Una mujer mayor que recién llega se arranca a llorar. “No puede seeer, señor Jesús...” A la par, un joven de unos 17 años también lagrimea. Ella: “¿Por qué, señooor? ¡¡¡Por qué, señooor!!!” Se acerca más y más gente a tratar de calmarla. “Mi sobrino, Dios mííío...” El joven llora en silencio, como el machismo le impone. Ella: “Señooor, señooor” Alguien dice: Está encendida la moto, ¿va? Y sí, entre los gritos, murmullos y sollozos se alcanza a oír, al otro lado de la quebrada, el ronroneo del motor y hasta la música de la radio. Ella se desmaya. La llaman: ¡Mercedes, Mercedes! La tumban sobre el concreto. ¡Mercedes, Mercedes! Viene una agente de policía. “Tranquila, tranquila”. Murmullo de fondo. La airean con un suéter. “Necesito que me colabore, tía”. Alguien dice que hay que llevarla a la unidad de salud. Ella resucita para mover la cabeza. Dios les va a dar fortaleza, dice alguien. Está fregado este país, dice otro. Alguien ofrece su carro para sacarla. “¿La levantamos, tía? Despacito”. Entre varios la levantamos. “No la vamos a llevar, pero despacito”. Murmullo de fondo. “Estire las canillas”, le dicen. Parece que se repone. Tratan de convencerla diciendo que no va a poder ver a Víctor, que los señores policías no dejan ir más allá de la pasarela, que estar acá es por gusto.
Mañana todos los mototaxis de la cooperativa en la que Víctor trabajaba tendrán mensajes en sus vidrios que dirán que lo recordarán por siempre y cosas por el estilo, pero ahora cae la noche, los forenses de Medicina Legal aún no han llegado, y todo acá es rabia, desconfianza y recelo. Sus compañeros están convencidos de que lo mataron por mototaxista, no por Víctor Sigarán. Podía haber sido cualquiera de ellos.
Me cuentan que a la cooperativa de mototaxis le habían llegado amenazas escritas y telefónicas de pandilleros, para que pagaran la renta. Se cree que de la pandilla que opera en Mercedes Umaña, la Mara Salvatrucha. Pero se han negado. Entre los compañeros habían improvisado algunas medidas precarias de seguridad, como no subir a desconocidos o evitar los cantones más alejados.
Berlín hoy sí parece El Salvador.
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Una gran bandera de la República Federal de Alemania asida a un mástil de dos metros singulariza el despacho de Jesús Antonio Cortez Mendoza, el alcalde de Berlín. Es relativamente joven, aún se puede presentar como treintañero, y se estrenó en el cargo hace poco más de un mes, si bien en el período anterior fungió como síndico.
El alcalde Jesús Cortez también destila satisfacción por saberse vecino de una ciudad sin maras. No oculta que la coyuntura actual, con un gobierno que ha decidido afrontar el fenómeno de las maras por la vía estrictamente represiva, les podría afectar, por el retorno de personas de Apopa, de Soyapango, de San Miguel… de allá.
—Tenemos algunas colonias –dice– que empiezan a quererse complicar, con jóvenes... digamos... aficionados a las pandillas. La juventud siempre está en ese situación de poderse contaminar, por la gente que viene de otros municipios.
Contaminar, dice. Es un verbo que repiten mucho los berlineses para referirse a las maras. También ‘virus’. También ‘lacras’.
—Sabemos que estamos en riesgo. Mercedes Umaña está a 11 kilómetros, y Santiago, a 13. Ya están queriendo poner la renta a nuestra gente desde afuera: de Jiquilisco y de Mercedes. Hemos visto el ejemplo de qué sucede cuando entran las pandillas, y por eso estamos haciendo conciencia con nuestros jóvenes, que son los más vulnerables.
—Trabajar con los jóvenes. Eso podría decirlo el alcalde de cualquier ciudad salvadoreña.
—Nuestra ventaja es que todos sabemos quién es y en qué anda nuestro vecino. La población se ha unido.
La población se ha unido, dice el alcalde Jesús Cortez. Quizá sea una frase hecha, enésimo lugar común en la boca de un político. Pero quizá no, quizá una idea tan simple sea la clave de todo.
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Tres meses desde el asesinato del mototaxista Víctor Sigarán y, aunque para El Salvador están siendo los tiempos más sangrientos desde que inició el siglo, en Berlín se reporta un único homicidio adicional: una señora de 55 años el 3 de septiembre, en el cantón San Juan Loma Alta. No parece tema de pandillas.
Asisto en un hotel de Bogotá, Colombia, a un seminario en el que uno de los ponentes invitados es Howard Augusto Cotto, el subdirector de la Policía Nacional Civil. Habla con inusual franqueza sobre la terrible situación de violencia que afecta a El Salvador, y en un momento dice lo siguiente: “Nuestro trabajo es mucho más fácil cuando más organización social hay, y se vuelve más difícil en los lugares donde se ha roto el tejido social”. Siento como si hablara de Berlín.
El seminario es un evento cerrado, el acuerdo con Cotto es que lo que acá se dice, acá se queda; pero mañana le preguntaré si me permitiría incluir la frase que acabo de anotar en un relato que tiene a Berlín como protagonista. Sí, dirá. Luego se acordará de que unos días atrás media docena de berlineses, encabezados por el alcalde Jesús Cortez, viajaron hasta San Salvador para reunirse con él, para decirle lo satisfechos que están con el subinspector Francisco Pérez, y para pedirle que siga al frente de la subdelegación cuando concluyan los siete meses de interinato.
No. Berlín no es Alemania, pero definitivamente tampoco parece El Salvador.