Bitácora /
En defensa de la duda
Habrá quien se indigne porque, después de un año de trabajo en la Sala Negra, no hayamos terminado de trazar una línea que separe, en esto de la violencia en Centroamérica, a los buenos de los malos. Tengo amigos que se sienten insultados por mis textos llenos de lo que consideran medias tintas y concesiones a los criminales. Yo creo que lo que les aterroriza es bajar la guardia, dejar de esconderse en las verdades habituales y abrir la caja de Pandora de sus propias preguntas.

Fecha inválida
José Luis Sanz

Se supone que estas bitácoras, estos apuntes de los reporteros de la Sala Negra, tienen que dejarles no ya una moraleja, pero sí al menos un poso. Por eso acabo de desechar las tres páginas que he escrito en los últimos dos días -y que deberían estar aquí-. Porque un compañero me ha señalado, con razón, que aunque cronicaban una escena interesante, tal vez valiosa, no concluían en una idea clara.

Tiene sentido. Admito que de la mayoría de escenas atestiguadas y vivencias acumuladas en este año de reporteo en cárceles y sobre pandillas para la Sala Negra, lo que menos he sacado es claridad. Fuera de mi reafirmación en que necesitamos saber más, mirar más hondo y huir de simplificaciones, casi todo lo que he averiguado y aprendido me confirma que el escenario de la violencia en Centroamérica es más intrincado y cruel incluso -sí, más cruel aún- de lo que aparenta. Cada hallazgo, hasta el momento, me genera nuevas y más elaboradas dudas.

Supongo que habrá a quienes les parezca una vergüenza, una evidencia de fracaso. Estamos en una tierra de machos acostumbrados a resolver los dilemas por la vía fácil y presumir de certezas.

Pero yo conozco al pulcro director de un penal, con 30 años de servicio, y desconfío de su honestidad, y me pregunto si después de tanto tiempo siendo parte del problema tiene algo que aportar a la solución de nuestras cárceles de tortura; miro a un custodio que tiene un miedo atroz a ganarse la peligrosa enemistad de los presos y me pregunto si no es en sí corrupción que los contribuyentes paguemos 300 dólares a un hasta hace poco campesino para que se juegue la vida por nosotros; entrevisto a un tipo que fue un asesino hace 20 años y me pregunto si lo sigue siendo, si para la sociedad es mejor asumir el riesgo de que salga libre e intente conseguir trabajo, o dejar que se siga deshumanizando en la cárcel y sus hijos se críen como huérfanos; recuerdo a un pandillero que no se podía bañar en el mar y no adivino si un país que se alegró por su muerte merece la paz que anhela; escucho a la hermana de un chico asesinado a balazos y entiendo su odio íntimo y solitario, su instinto de venganza, pero me viene a la mente un dieciochero ahora rehabilitado y ciudadano ejemplar que mató a más de los que admite y se metió en el Barrio con 11 años porque los enemigos habían asesinado a su tío. Historias de ambigüedad, de sabores mixtos, que dejan un reguero de preguntas.

“Le das demasiadas vueltas. Son unos hijos de puta”. Mira, la cosa es más compleja... “No. No. Son unos hijos de puta”, me decía hace pocos días un buen amigo, un tipo inteligente y sensible, con el que tengo pendiente sentarme largo y tendido para discutir mis dudas y sus clarísimas ideas sobre la naturaleza de las pandillas.

El nuevo ministro de Seguridad de El Salvador también tiene las ideas clarísimas. Asegura que esos -hijos de puta- pandilleros son los responsables del 90% de los homicidios que se cometen en el país. Las diferentes instituciones que conforman su gabinete de Seguridad no logran ponerse de acuerdo en ese aspecto y defienden porcentajes que bailan entre el 10.6% de Medicina Legal y el 30% de la Policía, pero él sobrevuela marcial cualquier riesgo de confusión: 90%. El ministro tiene la certeza de que, a excepción de aquellos individuos que pertenecen a pandillas, los salvadoreños -incluídos los robacarros, los implicados en narcotráfico, los psicópatas, los que se disputan un terreno edificable, los borrachos con machete, o los maridos despechados que depositan en una pistola su hombría- somos más pacíficos que los costarricenses, que sin traumas de guerra de por medio, con más alto nivel educativo y siendo millón y medio menos, cometen unos quinientos homicidios por año.

Puede ser. Pero yo, cuando lo escucho, tengo un deja vu y pienso en las certezas de los últimos 20 años, que en teoría también nos encaminaban a soluciones radicales, calles seguras y parques con niños felices. Y no lo veo claro. Y me surgen más dudas.

 

PD: Por cierto, el referido ministro de Seguridad no ha querido hasta el momento conceder una entrevista a la Sala Negra de El Faro. Imagino que piensa que nuestras dudas no son dignas de sus certezas.

 

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